jueves, 22 de noviembre de 2007

LA ESCUELA COMO NUDO


“En el acto educativo no se consigue todo lo que se desea, ni sólo lo que se desea.”
Reina Reyes


INTRODUCCIÓN
DESANUDANDO HILOS
Juguemos por un ratito… Vamos a imaginarnos, tal como se cuenta en “El señor de las moscas”, que un barco naufraga y un conjunto de niños –librados a su suerte- sobrevive en una isla aparentemente desierta. Para lograrlo necesitan organizarse, y gran parte de esa organización se asienta sobre las diferentes habilidades y los distintos conocimientos que poseen. ¿Cuáles cree que son los más valorados por el grupo? ¿Los pondrán al servicio del conjunto? ¿Se los enseñarán mutuamente? ¿Cómo piensa que se van a definir los liderazgos? ¿Se conformarán subgrupos antagónicos? ¿De qué modo, en caso de conformarse, competirán? ¿Quiénes tienen más posibilidades de imponerse? ¿De qué manera, supone, intentarían mantener esa posición más ventajosa?
Sigamos jugando… Otra historia, parecida en su inicio, es la que se relata en la miniserie Lost: un avión pierde su rumbo y cae en una isla desierta, sólo que en esta ocasión los sobrevivientes son mayoritariamente adultos –sobrevive un único niño, y una muchacha está embarazada-. Si usted fuera el padre del niño sobreviviente, o la madre del bebé pronto a nacer, ¿qué le enseñaría? ¿Por qué priorizaría esos conocimientos sobre otros? ¿Cree que hay conocimientos que no tendría sentido –o sería peligroso- transmitir? ¿Cuáles? ¿Por qué?
Una última propuesta de juego… Un pueblo es invadido por un grupo extranjero que lo esclaviza. La estrategia de corto plazo es mantener el dominio por la fuerza, sobre la base de la coacción y el terror. Todo disenso, por mínimo que sea, es brutalmente castigado. Entre los propios invadidos la delación y la traición se vuelven moneda corriente (por un lado, como forma de venganza ante fastidios u ofensas personales; por otro lado para mostrarse ante los más poderosos como leales a ellos y diferentes a su grupo de proveniencia). Sin embargo, esta estrategia se vuelve demasiado débil en el mediano plazo, y totalmente ineficaz en el largo: el peligro de reacción está siempre latente. Si usted perteneciera al grupo dominante, ¿qué estrategia vería como más eficaz y efectiva para perpetuar el estado de dominación? Y si perteneciera al grupo dominado, ¿qué estrategia elaboraría para hacer posible la liberación?
Estoy segura de que en las tres situaciones, al menos una vez, pensó en las palabras “enseñanza”, “escuela”, o “educación”. Y es que la educación constituye, simultáneamente, nuestra más importante actuación específica y nuestra estrategia más elaborada para perpetuarnos. Los hombres tenemos necesidad de reproducirnos dos veces: cohabitando y coeducando. Y a pesar de ello no es tan fácil ponernos de acuerdo en qué entendemos por educación.
Si bien su etimología remite a una doble significación[1], se encuentra ligada en su forma más común de comprensión a la imposición de una ortodoxia en materia de hábitos y maneras de ser. De hecho, en el Diccionario de Autoridades se la define como “criar, enseñar, amaestrar y dar doctrina”, con lo que pareciera quedar representada la idea de sometimiento y dependencia. Paralelamente, la mayoría de las personas asocian la idea de educación con la posibilidad de adquirir recursos no para la libertad, sino para poder aspirar a conseguir –al precio de la dependencia y el sometimiento educativo- una mejora de posición social y económica (o económica y social, como prefiera).
Más complejo se vuelve el análisis cuando advertimos que, a pesar de nuestra necesaria dependencia respecto de la educación, la institución a la que más directamente la asociamos no es universal ni eterna. Son muchos los que buscan en épocas remotas y en civilizaciones prestigiosas como la griega y la romana el origen de la escuela, y así justifican no sólo su existencia, sino que rechazan todo cuestionamiento a ella como impensable. Pero la escuela primaria, en tanto forma de socialización privilegiada y obligatoria para los niños de las clases populares, es una institución reciente cuyas bases administrativas y legislativas tienen poco más de un siglo de existencia.
¿Cómo entender, entonces, los significados de una institución compleja, que parece –a su vez- sostenerse sobre otros significados –también complejos- como los del concepto de educación? Vamos a necesitar volver a nuestro juego de imaginación. Imaginemos, entonces, a la escuela como un nudo en el que se han enredado apretadamente distintos hilos, cada uno de los cuales nos lleva a un modo distinto de explicarla y comprenderla. Será cuestión de comenzar a desanudar hilos.

1º HILO. LA ESCUELA COMO LUGAR DE REPRODUCCIÓN Y CONTROL SOCIAL
“En la escuela no se educan pastores para rebaños, sino rebaños para pastores.”
León Tolstoi
Al intentar desanudar este primer hilo, lo primero que advertiremos es la existencia de un Estado desplegando sus funciones reguladoras sobre una cierta comunidad. Claro que al hablar de comunidad estamos haciendo referencia a una noción más ideal que concreta: no existe una homogeneidad tal en la que todos los que pertenecemos a la misma comunidad nos encontremos totalmente identificados, al modo de clones culturales. En la medida en que las sociedades se complejizan, se vuelve imposible la existencia de un grupo homogéneo de individuos. La cohesión, entonces, pasa a ser una función del Estado, que es quien debe formular y ejercer las acciones de política pública que aseguren una integración mínima dentro de la heterogeneidad, de modo que la convivencia social sea posible. Eso que llamamos comunidad es, más que nada, un proyecto. Corolario: a mayor desarrollo de una sociedad, mayor presencia de un Estado fuerte.
Ahora bien, ¿cómo es posible, desde el Estado, decidir qué acciones de política pública formular y ejercer? Existen dos vías: una es la de la represión, que se va a concentrar en la vigilancia, el control y el disciplinamiento, y de la que emergerán dos instituciones: la cárcel y el manicomio. Otra vía es la de la legitimación, que es el proceso por el cual el Estado trata de consolidar los procesos de identificación necesarios para la concreción de la comunidad. Y se relaciona, por lo tanto, con la pretensión de que cada individuo se transforme en un ser idéntico al cuerpo social, normativamente determinado, y con el acuerdo acerca de cuál es el momento a partir del cual el Estado tiene derecho de intervenir en esta transformación. La escuela se ha convertido en el escenario privilegiado de esta realización y se ha esforzado por lograr esta identidad entendiéndola como homogeneidad, lo que podemos ver reflejado en el ideal del currículum único.
Para comenzar a comprender cómo funciona este currículum, analicemos uno de los elementos que lo constituyen: el panóptico. Michel Foucault -quien analizó los mecanismos de poder y saber, según lo que él mismo ha llamado tecnología disciplinaria- describió cómo la sociedad ha sido organizada proclamando la vigilancia continua de los individuos, lo que ha producido el desarrollo de un número impresionante de instituciones de observancia y control: la cárcel, el hospital psiquiátrico, la fábrica, la escuela. Todas ellas se han manifestado sobre la base del modelo del panóptico –obra de Jeremias Bentham- que consiste en una forma arquitectónica que facilita una mayor seguridad y vigilancia de la conducta. En el panóptico no hay indagación, sino vigilancia y examen.
En el terreno pedagógico, el panóptico se concretó a través de los programas, los reglamentos escolares, los proyectos arquitectónicos, las normas para su funcionamiento… todos elementos cuyas características pueden apreciarse en el proceso de satisfacer las necesidades de disciplina y enseñanza, mediante mecanismos de vigilancia –algunos sutiles y otros no tanto- en donde los métodos disciplinarios individualizan al individuo en la multiplicidad, y permiten producir en él la internalización de la mirada controladora. Así, el mejor vigilante para el alumno, pasa a ser el propio alumno.
La práctica diaria de mantener el control en las instituciones escolares tiene el sentido de asegurar la continuidad en la transmisión ideológica, gracias al carácter insistente, persuasivo, y –sobre todo- repetitivo de la enseñanza. Esto ha dado lugar al sostenimiento de la superioridad del conocimiento del profesor, que es quien impone un lenguaje, un conocimiento y una serie de actitudes; una selección de libros, un método de aprendizaje y prácticas pedagógicas en general; todo lo cual está impregnado por una fuerte carga ideológica, frente a los cuales la única respuesta posible es la aceptación. El alumno, en su proceso de aprendizaje, debe adquirir los conocimientos y absorber una diversidad simbólica sobre la cual no se le permite crítica ni cuestionamiento. Con el tiempo, el educando empieza a concebir la realidad a partir de las prácticas pedagógicas rutinarias que se conformaron en pautas de comportamiento y pensamiento.
Esta conformación de ideas es lo que identifica a la educación como un espacio social privilegiado en la construcción y reproducción de los sentidos, significaciones, valoraciones y prácticas socialmente legitimados, y a los que la educación misma contribuye a legitimar. Es en este sentido que se entiende a la educación escolar como un ámbito fundamentalmente político, ya que desarrolla una visión del mundo, una interpretación de la realidad, que corresponde a la clase dominante pero de la cual participamos todos, y que todos –especialmente los maestros- contribuimos a difundir y consolidar.

La evidencia más claramente visible del panóptico es arquitectónica: en la construcción de las escuelas ya no es tan importante la vista exterior (como sí lo era en los edificios de principios del siglo XX) sino el espacio interior, que permite un control articulado y constante. El maestro tiene la posibilidad de vigilar y de construir un saber sobre los que vigila. Un saber que no se caracteriza por determinar si algo sucedió o no, sino que trata de verificar si un individuo se conduce o no como debe, si cumple con las reglas, si progresa… es un saber que establece qué es lo normal y qué no lo es, lo correcto y lo incorrecto, lo que se debe y lo que no. En esto consiste la tecnología individualizante del poder: si ha logrado recortarnos de la masa, es porque estamos en falta.
Como vemos, el sistema escolar implica la imposición del arbitrario cultural de la clase dominante. Con este término Bourdieu pretende subrayar una idea central en su sistema: los contenidos y formas de la cultura escolar no hallan su razón de ser en su supuesta relación con la verdadera naturaleza de las cosas o de los hombres. Por el contrario, es su naturaleza de clase, su relación con la clase que detenta el poder, la que convierte en legítimo y objetivo lo que no es sino el arbitrario resultado -en la esfera simbólica- del ejercicio del poder. Y es justamente en esto donde reside la violencia simbólica: es la capacidad de imponer y convertir en legítimas significaciones, encubriendo las relaciones de fuerza que se encuentran en su base. Mediante la acción pedagógica se despliega la arbitrariedad cultural a través de un proceso cuya carga de violencia simbólica residiría en la inculcación de una forma cultural y una ideología que preserva y reproduce las relaciones de poder entre las clases sociales. Y para completar la eficacia de dicho proceso, Bourdieu introduce el concepto de habitus[2], refiriéndose con él a la interiorización de los principios de un arbitrario cultural que hará posible su reproducción.

Aunque desde un enfoque teórico diferente -el del estructuralismo marxista- también Althusser centra su interés en demostrar el carácter reproductor del sistema educativo. Señala que la condición necesaria para mantener el ritmo de acumulación del capitalismo, a nivel mundial, es el sostenimiento de la producción. Y a su vez la condición básica para la existencia de la producción capitalista es la reproducción de las condiciones de ésta misma. Por eso es que, a diferencia de lo que ocurría en las formaciones sociales esclavistas y feudales, en el capitalismo la reproducción de la fuerza de trabajo se lleva a cabo, fundamentalmente, fuera del lugar de producción, a través del aparato ideológico de Estado dominante que es la escuela. En ella se aprenden la escritura, la lectura, el cálculo, algunas técnicas y otros elementos que se podrán aplicar en el desempeño de los diferentes roles productivos. Pero, junto con ellas, también se aprenden las reglas, los usos habituales y correctos según el cargo que se está destinado a ocupar en la división del trabajo: el orden establecido por medio de la dominación de clase. Por lo tanto, la escuela es la institución que proporciona a los miembros de las distintas clases sociales la ideología apropiada, capaz de lograr la interiorización de las relaciones de dominación capitalista por parte de la mayoría, apareciendo como el elemento fundamental en el mantenimiento y la reproducción de la dominación de clase.

En síntesis, podemos entender a la escuela como el instrumento con el que cuenta una sociedad organizada, en un tiempo y un espacio específicos, para transmitir y cultivar los valores morales, éticos, religiosos, sociales y políticos, que desarrollen en los individuos las actitudes y aptitudes que permitan lograr la cohesión social, y así alcanzar los objetivos y aspiraciones nacionales. Por lo tanto, la escuela es la institución social en la cual sus funciones y estructura cumplen con una actividad político-pedagógica. De esta manera, la escuela de cualquier sociedad es reflejo de la política e ideología de los gobernantes de turno.

Entendidas así la escuela y la educación, es fácil concluir que la escuela es el dispositivo que permite homogeneizar un horizonte de pensamiento que es el mismo para todos, característico de los modos de Estado totalitarios. La escuela pasa a ser indispensable para el manejo de masas, permitiendo la reproducción de la función de control, al establecer la inclusión o exclusión de los educandos según su mayor o menor congruencia con los valores e intereses de las élites. La manera de disciplinar en el contexto educativo, es formar a todos a imagen de los poderosos, en la pretensión de que se alcanzarán determinados derechos y deberes que sólo pueden ser conseguidos a través del desarrollo escolar, y en la creencia de que las oportunidades para alcanzar una posición social relevante coinciden con el número de años de escolaridad. Parecería lógico pensar así: en un sistema en el que –inevitablememente- hay ganadores y perdedores, podría ocurrir que los ganadores fueran reclutados entre los que han recibido una mejor instrucción. Claro que, de todas maneras, habría siempre dos, tres o más niveles de instrucción muy diferenciados.

Para comprender esta noción de niveles de instrucción diferenciados, necesitamos tener en cuenta dos fenómenos:
1. Por un lado, no todos los sujetos en edad escolar participan del sistema educativo. Y aunque es cierto que cada vez más sectores acceden a la escolarización, sólo lograrán alcanzar los conocimientos que la educación promete aquellos que puedan permanecer en el sistema por una mayor cantidad de años. El retraso en el acceso a los aprendizajes sustantivos, denominado “fuga hacia delante”, perjudicó principalmente a los alumnos que provienen de sectores sociales más bajos, que son quienes pueden permanecer menos tiempo dentro del sistema educativo.
2. Por el otro, la instrucción recibida no es homogénea. El origen social determina la presencia en los circuitos educativos diferenciados. Estos circuitos, a su vez, conformarán un sistema educativo que se afirma como democrático e igualador, pero se presenta segmentado de acuerdo con los sectores sociales usuarios del servicio educativo. Estos circuitos terminan conformando, en realidad, un conjunto de subsistemas escolares, cada uno de los cuales brinda calidades educativas diferenciadas, y no se distinguen entre sí por el hecho de ser públicos o privados.
La calidad educativa, en consecuencia, pasa a poseer el status de una propiedad con atributos específicos. No es algo que debe cualificar el derecho a la educación, sino un atributo potencialmente adquirible en el mercado de los bienes educativos. La calidad como propiedad supone la diferenciación interna en el universo de los consumidores de educación tanto como la legitimidad de excluir a otros de su uso y disfrute. La calidad, como la propiedad en general, no es algo universalizable. En la perspectiva conservadora es bueno que así sea, ya que se entiende que son estos criterios diferenciales de asignación y de aprovechamiento los que estimulan la competencia, que entienden a su vez como el principio fundamental en la regulación del Estado.
Llevando a un extremo este argumento se reconoce que el Estado poco y nada puede hacer para mejorar la calidad educativa sin producir un efecto perverso en contrario: nivelar par abajo. En consecuencia, la falta de calidad -como la no disponibilidad de cualquier propiedad- no es un asunto del Estado y sí de los mecanismos correctivos que funcionan “naturalmente” en todo mercado. La calidad se conquista en el mercado y se define por su condición de no derecho.
Así lo entienden quienes visualizan sociedades duales, compuestas por un número importante de buenos técnicos que satisfagan los cánones internacionales de calidad, y una superabundante mano de obra barata. No pocos países están en esto: en ofrecer los salarios más bajos, con las cargas sociales más bajas, con tal de atraer capitales y tecnología. Y para manejar esa tecnología, una franja de la población que haya recibido una educación de primera. La función principal de la escuela es, en este contexto, otorgar una historia académica que capacite al educando no a conocer el mundo y a sí mismo, sino a poder acceder a un determinado tipo de trabajo, que lo ubique en la escala jerárquica ocupacional.


En estos últimos años, este enfoque ha dado lugar al modelo denominado mcdonaldización de la escuela, en referencia a la penetración de los principios que regulan la lógica de funcionamiento de los fast food en espacios cada vez más amplios de la vida social.
Este proceso de mcdonaldización de la escuela se concreta en diferentes planos articulados, que caracterizan las formas dominantes de reestructuración educativa propuestas por las administraciones neoliberales, que tienden a pensar y reestructurar las instituciones educativas bajo el modelo de ciertos patrones productivistas y empresariales, que –como es propio del modelo de Estado Subsidiario- definen un conjunto de estrategias orientadas a transferir la educación de la esfera de los derechos sociales a la esfera del mercado.
Desde esta perspectiva, la crisis de la educación es una crisis de eficiencia, eficacia y productividad, derivada del efecto de la planificación y el centralismo estatal. Sostiene que la excesiva burocratización, el clientelismo, la ausencia de mecanismos de libre elección, la falta de un sistema meritocrático de premios y castigos que estimule la competencia, son la expresión de un sistema que pretende ser igualizante y condena a todos a una progresiva improductividad.
Así es como los Mc Donald’s se constituyen en un buen ejemplo de organización productiva y aportan en consecuencia un buen modelo organizacional.
En primer lugar, porque se considera que los fast food y las escuelas tiene en común el punto de que existen para dar cuenta de dos necesidades fundamentales: en un caso comer y en el otro el ser socializado escolarmente. Lo que unifica a ambas organizaciones es que en ambos la mercancía debe ser producida en forma rápida y según rigurosas normas de control de eficiencia y productividad.
En segundo lugar, los principios que regulan la práctica cotidiana de los Mc Donald’s bien podrían aplicarse a las instituciones escolares que pretenden recorrer la senda de la excelencia: “calidad, servicio, limpieza y precio”. La escuela, pensada y diseñada como una institución de servicios, debe asumir estos principios para alcanzar cierto liderazgo en el mercado.
En tercer lugar, los fast food surgen para responder a una demanda de la sociedad postindustrial: las personas tiene poco tiempo para comer, puesto que su capacidad competitiva se define por su dinamismo y flexibilidad para descubrir y ocupar determinados nichos que se abren a la competencia empresarial, expresando tendencias y necesidades heterogéneas. Las escuelas deben poder definir estrategias competitivas para actuar en el mercado, conquistando nichos que respondan de forma específica a la diversidad existente en las demandas de consumo por educación.
En fin, macdonaldizar la escuela supone pensarla como una institución flexible que debe reaccionar a los estímulos que emite un mercado educacional altamente competitivo. En esta perspectiva, la escuela tiene como función la transmisión de ciertas habilidades y competencias necesarias para que las personas se desempeñen competitivamente en un mercado de trabajo altamente selectivo y cada vez más restringido. La educación escolar debe garantizar funciones de selección, clasificación, y jerarquización de los postulantes a los empleos del futuro. Y esto es justamente lo que no se dice.
Pero hay más: en el fast food, unos se atiborran de comida chatarra, que enferma y desnutre a la vez que simula las redondeces propias de la alimentación; en tanto otros miran, la ñata contra el vidrio, esperando la hora en que se saquen a la calle las sobras, para sentir que en algo participan de un festín al que no han sido invitados. Análogamente, en la escuela...
En esto, en lo que no se habla, es donde reside esta definición de la función social de la escuela. Y semejante desafío sólo puede ser alcanzado en un mercado educativo que sea él mismo una instancia de selección, clasificación y jerarquización.

2º HILO. LA ESCUELA COMO LUGAR DE RESISTENCIA Y CAMBIO SOCIAL
Yo me acerco un paso, y ella se aleja un paso.
Yo me acerco dos pasos, y ella se aleja dos pasos.
Es, como el horizonte,
inalcanzable.
Entonces, ¿para qué sirve una Utopía?
Para eso,
para seguir caminando.

Eduardo Galeano

A pesar de heredar los planteamientos de los teóricos de la reproducción, fueron muchos los pensadores que intentaron distanciarse del determinismo estricto y mecanicista, otorgándole a la contradicción un papel más importante. Parten de la idea de que en la base social existe un instinto o conciencia de clase, generándose formas espontáneas –no organizadas ni teorizadas- de resistencia a la explotación y a sus consecuencias: la opresión política y la dominación ideológica.
Estos autores señalan que la misma resistencia que se advierte en los obreros frente al ritmo y las condiciones de trabajo en los talleres, se observa en los niños como resistencia a la escolarización y al proceso de inculcación de la ideología dominante. Estas formas de resistencia pueden ser violentas, como es el caso del vandalismo y los robos en el colegio; pero también hay formas de resistencia pasiva, como el rechazo de la terminología escolar y la capacidad para seleccionar de la enseñanza sólo lo que sienten que les va a ser útil y da sentido a su instinto de clase.
Para poder develar estas relaciones entre la resistencia de los trabajadores y los escolares, Bowles y Gintis han formulado el modelo de la correspondencia, que destaca la importancia de las relaciones sociales materiales, dado que entienden que existe una correspondencia estructural entre las relaciones sociales del trabajo adulto y las relaciones escolares que preparan para insertarse en él de forma no conflictiva. Este modelo reclama la atención sobre la estructura de la institución y sobre las relaciones de los administradores con los maestros, de los maestros con los alumnos, de los alumnos con los demás alumnos y con su trabajo escolar, es decir, sobre las "relaciones sociales materiales" en la escuela, como una réplica de la división jerárquica del trabajo.
Bowles y Gintis postulan que el interés primordial de los patrones no son las capacidades técnicas y cognitivas de los candidatos a un puesto de trabajo, sino los rasgos del comportamiento. Y encuentran en la regulación de dicho comportamiento la correspondencia entre la escuela y la empresa. Sostienen que en los niveles inferiores de la educación se forma para la sumisión con vistas a trabajar de acuerdo con las normas impuestas; en los intermedios se fomenta la actitud de la seriedad (ser capaz de trabajar sin una supervisión constante, pero con objetivos previamente fijados por la autoridad); y en los superiores se trata, una vez interiorizadas las normas de la empresa, de premiar la libertad y la autonomía. Claro está que lo que las normas de la empresa entienden como libertad y autonomía.
Lo interesante en la obra de Bowles y Gintis es que ese resultado, en primera instancia tan funcional para el sistema económico, es señalado como lugar de conflicto y de tensiones no tan claramente resueltas. Por una parte, la escuela tiene que formar ciudadanos capaces de desenvolverse en el Estado democrático liberal, en conformidad con la concepción de los derechos del hombre que le sirve de base. Pero por otra, debe preparar a esos mismos ciudadanos para ocupar un lugar determinado e integrarse en la producción, respetando los derechos de la propiedad en que aquélla se funda. Esta contradicción entre el totalitarismo económico de la propiedad y la democracia política del Estado liberal constituiría la contradicción principal del sistema de enseñanza actual en la sociedad capitalista avanzada.

Además de este intento de distanciamiento del determinismo estricto y mecanicista, y un mayor acento puesto en el lugar de la contradicción y el conflicto, otra crítica –ya en el plano metodológico- señala que las teorías de la reproducción han adoptado una mirada estructural y macrosociológica, lo que las llevó a desdeñar la capacidad de los agentes sociales a construir su propia realidad. Como consecuencia, se ven limitadas para explicar los procesos contradictorios que se viven en instituciones como la escolar.
Uno de los intentos más importantes de superación de dichos problemas se halla en la obra de Paul Willis. Su teoría de la resistencia subraya el papel de los actores sociales en la configuración de sus relaciones, analizando cómo usan de un modo activo y colectivo los recursos culturales recibidos, para explorar, dar sentido y responder a las condiciones estructurales y materiales heredadas. Utilizando un método etnográfico que integra en el concepto de cultura las experiencias cotidianas -en especial las relacionadas con el trabajo- Willis intenta acceder al interior de la escuela con el objetivo de profundizar en los procesos de producción y reproducción culturales. Su estudio se centra en un grupo de alumnos "no académicos" de clase obrera en una escuela inglesa de una zona típicamente obrera y urbana. Este grupo, los "colegas", entre la marginación y la automarginación, da lugar a una subcultura contraescolar con sus típicos rituales de iniciación y disidencia adolescentes practicando el cierre y la solidaridad grupales frente a los profesores y a los alumnos conformistas, los "pringaos", que sólo saben escuchar y aceptar las normas de la autoridad académica.
La parte central de la obra resalta las analogías entre las culturas contraescolar y obrera de fábrica. En principio, y en coincidencia con los teóricos de la correspondencia, Willis acepta que los contextos fabril y escolar se configuran como espacios sociales alienantes que impiden el desarrollo de los sujetos. Pero a continuación subraya que el tema central de la cultura obrera de fábrica es que, a pesar de las duras condiciones y de la dirección exterior, las personas buscan significados e imponen marcos conceptuales, ejercen sus actividades e intentan disfrutar de las mismas -incluso cuando la mayoría están controlados por otros-, se abren paso a través de experiencias monótonas para construir una cultura viva que esté lejos de ser un simple reflejo de derrota. También señala que este mismo resultado, producto de una situación alienante, se da en la cultura contraescolar como un intento de crear un cuadro de interés y diversión más allá del temario oficial.
Para Willis, los obreros contemplan su condición obrera como una liberación de la condición escolar y como una exaltación de la identidad masculina adulta: el trabajo manual se asocia a la masculinidad y a la superioridad; y el trabajo intelectual a la femineidad y la inferioridad. Esta reproducción en la escuela de pautas culturales obreras es lo que otorga carácter a la subcultura de los obreros contribuyendo a su vez a reproducir la cultura de clases y la fragmentada estructura social. En el modelo de Willis, la cultura, entendida como experiencia vivida, como proceso de aprendizaje de los actores, no es un reflejo mecánico de la producción, sino que es una instancia autónoma, productora de efectos transcendentes.
Por su parte, los teóricos latinoamericanos se han concentrado en la indagación sobre las formas de resistencia y lucha contrahegemónica por la liberación de los pueblos, en particular los originarios. Al igual que los teóricos de la reproducción, sostienen que la escuela, en tanto dispositivo de la reproducción cultural de la cultura ciudadana, junto con los conocimientos transmite un sistema de lealtades y la jerarquía como forma natural de las relaciones sociales, y en consecuencia difunde todo un currículum oculto que en la práctica funciona como uno de los más importantes disciplinadores que posee un Estado. Sin embargo, también señalan a la escuela como el ámbito propicio para expandir y ejercitar la antidiscriminación.[3]
Un hecho claramente visible es que la discriminación nunca se ejerce sobre los sectores poderosos de la sociedad, que han logrado a través de múltiples mecanismos –económicos, sociales y culturales- imponer sus intereses y su propia visión del mundo como la hegemónica y traducirlos como interés general de la sociedad. En cambio, se nos aparecen como grupos claramente referenciados los judíos, los negros, las mujeres, los pobres, los villeros... Y otros, ni siquiera eso, porque uno de los mecanismos más profundos que opera para la existencia de la discriminación es la invisibilidad, la naturalización de las conductas discriminatorias. La discriminación se ejerce sobre todo aquello que se aparta de lo hegemónico, lo que social, política y culturalmente se ha definido como “correcto”, lo que puede asimilarse al modelo de lo humano impuesto por el paradigma instalado por la burguesía con la Revolución Francesa. Es el modelo del varón blanco, instruido, pudiente, heterosexual, cristiano, sin discapacidad visible; concepción que relegó a las mujeres, los pobres, los analfabetos, los extranjeros, las diferentes etnias, las religiones no dominantes y los discapacitados entre otros grupos, a ejercer una ciudadanía de segunda, la que corresponde a los diferentes e inferiores. Por ello es necesaria la construcción de un nuevo concepto de ciudadanía, de un nuevo contrato social.
Los mecanismos que operan para el ejercicio de la discriminación son múltiples. Pero quiero llamar especialmente la atención sobre dos que en la esfera de la cultura son poderosísimos. Uno es el aparato educacional y el otro es el lenguaje.
Por una parte, si bien la escuela puede ser un excelente mecanismo para el cambio cultural -y de hecho lo fue-, como ya analizamos es al mismo tiempo un dispositivo muy claro de la reproducción cultural del sistema social. En un momento de profundo cambio social como el actual, en el que nuestro contacto con la diversidad cultural ha adquirido una dimensión radicalmente novedosa, parece urgente debatir el papel de la escuela como espacio de acogida y de inclusión social. Una escuela inclusiva reconceptualiza el fracaso ante el aprendizaje que sufren los más afectados por su diversidad y lo entiende no como algo natural a cierto alumnado, sino como resultado de la falta de adaptación del sistema educativo y de su incapacidad para ofrecer una respuesta transformadora a un entorno más complejo. En las escuelas inclusivas se enfoca la diversidad cultural como un recurso y una oportunidad para el aprendizaje, pero ello implica superar actitudes que son fuentes cotidianas de exclusión y de formas frecuentemente sutiles de racismo, como el etiquetaje del alumnado procedente de la inmigración y de grupos minoritarios, la esencialización de su etnicidad, o el relativismo y la indiferencia en que desembocan concepciones superficiales de la tolerancia. El estudio de estos aspectos del contacto intercultural es algo ineludible si, más allá de las respuestas simples que pretenden reducir la incertidumbre generando nuevas fronteras, lo que se quiere es aprovechar la oportunidad para revisar críticamente los supuestos en que se basa nuestra convivencia y renovar nuestra idea de la educación.
Por su parte, el lenguaje es uno de los más formidables formadores del pensamiento y la conciencia, es el estructurador básico de nuestras categorías de pensamiento y por lo tanto es un excepcional mecanismo de producción y reproducción simbólica e ideológica. En consecuencia, el lenguaje también reproduce y refuerza la discriminación y los prejuicios. Por ello es tan importante trabajar con el lenguaje como contenido de análisis, de modo que su uso se visibilice, se vuelva consciente, y así podamos modificarlo. El objetivo es tender a la construcción de una sociedad plural y democrática, incorporando el respeto por las diferencias como parte constitutiva de la modernidad.

Estos modelos nos llevan a entender a la escuela no sólo como el lugar en el que se transmite el capital cultural existente, sino aquel en el cual, al mismo tiempo, se ofrece la oportunidad para transformarlo, enriquecerlo y ponerlo en cuestión. Un lugar donde se promueva el desarrollo de competencias reflexivas, que sólo se alcanzan si el maestro activa el surgimiento de la capacidad crítica mediante el permiso al cuestionamiento de certezas socialmente instituidas, de modo que al institucionalizarse la vigencia de la reflexión y el cuestionamiento como motor de cambio y enunciación de novedades, la escuela misma se instituya como uno de los espacios significativos para la transformación cultural y la formulación de utopías y proyectos.

3º HILO. LA ESCUELA COMO LUGAR DE DESEDUCACIÓN
“Día tras día, se niega a los niños el Derecho a ser niños. Los hechos, que se burlan de ese Derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los niños pobres como si fueran basura. Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni pobres, los tiene atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como destino, la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños..."
Eduardo Galeano

Para el historiador Luis Alberto Romero, “en tiempos mejores para la Argentina, la educación fue una prioridad de la que nos quedan, como mudos testigos, algunos magníficos edificios escolares; pero en algún momento, aunque los enunciados permanecieron, el sentido de esa política cambió”[4].
Es fácil advertir estos cambios de sentido donde esos golpes fueron deliberados: en 1966 se interrumpió el más brillante proceso de modernización de la universidad argentina, y golpes similares contra otros emergentes culturales –como el Instituto Di Tella- revelan el sentido de esa intervención, que se repitió con más dureza en 1976. Otros fueron los golpes que trajo la democracia: mientras unos querían reconstruir el tejido académico y afirmar los valores de la excelencia, otros consideraron que en la Universidad había un botín para ser repartido entre las distintas facciones políticas. Por obra de unos y otros, la Universidad fue perdiendo su función rectora sobre el sistema educativo. La crítica a lo que se llamó enciclopedismo, cuya consecuencia práctica fue la desvalorización de lo que es esencial en la escuela, el enseñar, y el consecuente vaciamiento de contenidos; el deterioro salarial que convirtió a la tarea docente en un trabajo descalificado; la supresión de las escuelas normales, donde se habían formado los mejores maestros, lo que comenzó a afectar la calidad de los docentes; la transferencia de las escuelas y colegios a estados provinciales que en muchos casos ya eran incapaces de sostener por sí mismos una administración mínima; una reforma educativa que avanzó destruyendo lo que quedaba... fueron todos golpes con los que se avanzó en la destrucción de la institución escolar.
La universidad, que padeció la “Noche de los bastones largos” recibió quizás los golpes más espectaculares, pero la herida más profunda se produjo sin dudas en las viejas escuelas primaria y media.
Para Romero, es allí donde hay que buscar algunas de las causas del empobrecimiento cultural que hoy nos asombra.

Coincidentemente, en su libro El Proyecto Educativo Autoritario[5], Juan Carlos Tedesco señala que el deterioro de la calidad de la educación y la pérdida de la homogeneidad cualitativa que caracterizó históricamente al sistema educativo argentino fueron las consecuencias más importantes de las políticas de los gobiernos miliares de la época. Un conjunto de investigaciones posteriores también contribuyeron a reforzar estas perspectivas.[6]
En la transición democrática se absolutizó el papel del Estado y las estrategias se centraron en torno del cambio de los contenidos, las normas y las prácticas que permitieran desmontar el orden que imperó en la escuela en el período anterior. Así, se desatendieron otros factores que también condicionan la calidad educativa por ser considerados como meros temas “tecnocráticos”; lo que a su vez produjo una reacción en los sectores vinculados a la docencia que percibieron a la problemática de la calidad como un argumento utilizado para criticar y desvalorizar el trabajo docente y el accionar de la escuela pública. Lo paradójico fue que este tipo de discurso, al relativizar la problemática, brindó argumentos que fortalecieron las visiones que pretendían combatir: no se puede confiar la educación a docentes que no son conscientes del deterioro que sufre, ni pueden surgir propuestas de mejora de instituciones que no perciben sus propias limitaciones.
Fue en este contexto, el de los últimos treinta años del siglo XX, que se gestó un nuevo concepto para dar cuenta de lo que estaba aconteciendo en las escuelas: la deseducación. Se trata de un concepto que intenta dar cuenta de un fenómeno que afecta a las democracias actuales, y que describe cómo muchas escuelas se transformaron en centros de adoctrinamiento cuyo objetivo fue imponer una obediencia que anulara cualquier pensamiento autónomo y creativo. Como una radicalización de los fenómenos de control social, deseducar pasó a ser la maquinación ideológica.
La escuela, como parte de un sistema institucional de control y coerción, intentó silenciar e incapacitar no sólo a los jóvenes que ingresaban al sistema educativo, sino a los adultos responsables de impartir enseñanza. Muchos docentes terminaron evidenciando la falta de un pensamiento crítico e independiente, y reprodujeron esta falta en sus alumnos. El aprendizaje rutinario, la falta de asociación de ideas y el estímulo de la memorización automática como recurso, estuvieron a la orden del día. Se fomentó la banalización de lo intelectual y el vaciamiento de contenidos curriculares; se indujeron conductas prejuiciosas y paranoicas en los docentes, y finalmente se promovió un grado de creciente de hostilidad y violencia entre los adultos y los niños. La consecuencia de esto fue la muerte del deseo de aprender.
La situación se ve aún más compleja cuando se tienen en cuenta las exigencias por nuevas competencias docentes, producto de la emergencia de demandas sociales y económicas, de los efectos derivados del desarrollo científico y tecnológico, y de la propia transformación de la estructura del sistema educativo. Limitados por las deficiencias propias de su formación, por un sistema que no garantiza la continuidad de la misma, y por una socialización profesional en la que construyen sus esquemas prácticos de acción en este contexto desfavorecedor, los docentes han ido configurando unas formas de trabajo difícilmente modificables. Gastón Bachelard lo resumió magníficamente: “en el transcurso de una carrera ya larga y variada, jamás he visto a un educador cambiar de método de educación. Un educador no tiene el sentido del fracaso, precisamente porque se cree un maestro”.

4º HILO. LA ESCUELA COMO LUGAR DE PARTICIPACIÓN Y DEMOCRATIZACIÓN
“Estudiar no es crear sino crearse, no es crear una cultura, menos aún crear una nueva cultura, es crearse en el mejor de los casos como un creador de cultura o, en la mayoría de los casos, como usuario o transmisor experto de una cultura creada por otros. Más generalmente, estudiar no es producir, sino producirse como alguien capaz de producir. La educación prepara a los estudiantes para hacer, haciendo lo que hay que hacer para hacerse.”
Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron

Para poder desanudar este hilo, comenzaremos por intentar definir el término ciudadano. La primera dificultad con que nos toparemos es que el mismo es utilizado bajo distintas acepciones. Tanto se alude a él como sinónimo de habitante, cuanto de miembro del pueblo, o como aquel que goza de derechos políticos. Esta última es la acepción más correcta desde nuestro punto de vista constitucional, dado que sólo son ciudadanos aquellos argentinos nativos o naturalizados que gozan del derecho electoral activo y pasivo.

Con excepción de los derechos políticos, y manteniéndonos dentro de este marco normativo, podemos afirmar que a todos los hombres que habiten nuestro país se les reconoce el gozo tanto de:
· los derechos individuales clásicos: a la libertad, a la libre circulación, a la propiedad, a contratar, a comerciar, etc.;
· los derechos sociales, reconocidos a partir de la segunda mitad del siglo XX: al trabajo, a la jornada limitada de trabajo, a la seguridad social, etc.;
· los derechos de tercera generación: al medio ambiente equilibrado, a la preservación del patrimonio histórico, a la libre competencia, derechos de los usuarios y consumidores, reconocidos constitucionalmente en la reforma de 1994.

La acepción del término ciudadano en el derecho político es más abarcativa. Alude no sólo a los derechos políticos sino también a aquella persona del pueblo que se preocupa de la cosa pública: aquel que exige que se cumpla la ley, que se respeten los derechos de todos aunque no se lo afecte en forma directa, que vela por la vigencia efectiva del principio de igualdad ante la ley, que controla a sus representantes, que exige que los funcionarios no tengan privilegios, que la Constitución no sea un mero texto de papel. Además, incluye al que se preocupa por el prójimo, la pobreza, la miseria, las injusticias sociales, y que desde su lugar trabaja, ayuda o colabora para revertir o paliar ese grado de cosas.

En los estados liberales, como pretende ser el que se desprende de nuestra Constitución Argentina, un criterio clásico de ciudadanía comprende dos grandes rubros:
· los derechos civiles: circular, comerciar, casarse, gozar de la propiedad, etc.;
· y los derechos políticos: elegir y ser elegido, participar de la cosa pública, peticionar, reclamar, etc.
Durante el siglo XX este criterio de ciudadanía se amplió con la inclusión del derecho al trabajo y de los derechos sociales (acceso a la cobertura de las necesidades básicas para la existencia digna).

Más allá de las definiciones, podemos decir que hoy la ciudadanía argentina está averiada, y este es el centro de la deuda interna, aunque no se trate de un problema nuevo: fue arrasada por los gobiernos de facto, respetada con altibajos en los constitucionales, y con las sucesivas crisis económicas y políticas el quiebre se ha acentuado aún más. Lo que es especialmente grave si tenemos en cuenta que, tradicionalmente, los adultos hemos sido los referentes de los niños y los adolescentes al ofrecerles una imagen deseada como personas y proyectos de vida, que se constituían en los modelos que ayudaban a configurar el desarrollo de su identidad. Les proveíamos el hacia dónde ir y dirigir sus esfuerzos y aspiraciones. Pero hoy, con esta ciudadanía averiada, no somos ni nos sentimos capaces de ofrecer –como sociedad, como grupo de adultos- una imagen deseada. Los niños, y aún más los adolescentes, tienen dificultades para encontrar en la sociedad adulta referentes válidos, y esta dificultad es un obstáculo para la construcción de su identidad.

¿Cómo hacerlo, entonces? Tengamos en cuenta que en esta construcción se produce una doble estructuración de la personalidad.
Una primera personalidad, que se construye durante la primera infancia, particularmente a través de las identificaciones con los padres y del conflicto edípico. A partir de esta personalidad psicofamiliar, y durante toda la vida, el individuo hará proyecciones en el campo de lo social, de modo tal que en su inconsciente la sociedad será vivida por él como una familia, los superiores jerárquicos como padres, y la transgresión a la autoridad como fuente de culpabilización.
Junto con esta personalidad existe otra, la personalidad psicosocial, que se desarrolla a partir del ejercicio de la apropiación del propio acto. Tratemos de entender de qué se trata…

La socialización es la internalización de las normas y los valores de una sociedad por parte de los jóvenes. Los sociólogos tendieron frecuentemente a explicarla como un fenómeno mecánico en el cual la sociedad juega el papel activo, y los individuos el pasivo. Los etnólogos tampoco tuvieron en cuenta al sujeto individual, ya que describieron una socialización en la que los jóvenes internalizan una realidad no objetiva sino ya transfigurada por las fantasías, los deseos y los temores de quienes los precedieron. La Psicología, por su parte, nos ha enseñado cómo se producen las relaciones de internalización entre una generación y otra a través de procesos de identificación, que nacen de los vínculos intrafamiliares, y se extienden luego a otros adultos, sobre todo en la escuela.
Pero junto con éste existe otro modo de socialización, en el que la relación con la realidad se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos, y que sólo funciona si se desarrolla dentro de un marco social de pares. Generalmente se da dentro de pequeños grupos, como el grupo de clase, la barra, o la tribu. Este tipo de agrupamiento crea las condiciones de posibilidad para que los niños y adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y decisiones, al no sentir la mediación de la autoridad de los adultos. Este protagonismo es el que les permite inaugurar el sentimiento de autoría, de ser dueños de sus elecciones y los actos que conllevan. A este proceso se denomina apropiación del acto.
Según Gerard Mendel[7], este proceso se funda en la existencia de una fuerza antropológica que nos hace considerar a nuestros actos como una continuidad de nuestro ser, lo que explicaría la necesidad de reapropiarnos de esos actos que se nos escapan.
Justamente lo opuesto a este movimiento de apropiación del acto es la fuerza tradicional de la autoridad que, por pertenecer a los adultos, vincula a ellos la legitimidad del acto.
Cuando la autoridad de los adultos disminuye, es cuando los jóvenes comienzan a vislumbrar que el mundo pertenece a todos los que lo hacen, y no solamente a unos pocos privilegiados. Esto demuestra que, de algún modo, hay una relación antagónica entre autoridad heterónoma y actopoder, aunque ninguno de los términos puede eliminar al otro.

El actopoder es el poder que tenemos sobre nuestros propios actos. Tiene un triple aspecto:
· el acto ejerce siempre un poder sobre el entorno del sujeto (se relaciona con las consecuencias de lo que hacemos, deseadas o no)
· el sujeto puede ejercer mayor o menor poder sobre su acto (lo que se vincula con la voluntad y la libertad, y por ello supone en el acto una dimensión ética)
· el mayor o menor poder incide directamente en la motivación del sujeto (lo que explica por qué la abulia es uno de los correlatos naturales de la represión sobre la libertad).

En síntesis, para ellos hay dos formas de estar en el mundo: por un lado, las relaciones interpersonales con los adultos y las instituciones, necesarias y sucesoras de las identificaciones parentales; y otra por la cual pueden apropiarse de sus propios actos, a través de una apropiación colectiva con sus grupos de pares. Pero en la actualidad, los niños y adolescentes que viven en el medio urbano tienen carencias respecto de las dos formas de socialización, no por la pobreza de oportunidades, sino por estar estimulados por un gran número de informaciones, a veces contradictorias. Viven en un mundo que no les permite descubrir sus recursos y posibilidades, lo que termina originando una brecha entre su inteligencia crítica y la falta de confianza sobre su propia capacidad para arreglárselas solos. Salvo en aquellos que practican una activa cooperación, por ejemplo a través de la participación en deportes colectivos, el sentimiento de inseguridad señala la falta de adquisición de autonomía.


Ahora bien, la escuela debería configurarse como una comunidad en la que se promueva esta apropiación colectiva, de modo que se favorezca el desarrollo de la autonomía como condición previa para el ejercicio pleno de la ciudadanía en una sociedad democrática. Y cuando pensamos en la escuela como comunidad, lo primero que salta a la vista es que se trata de una comunidad plural, así como lo es la sociedad.
La pluralidad es un hecho. Implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan, así como los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.
Estos elementos son los que determinan la existencia de grupos, que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna con un mayor o menor sentido de pertenencia, y una diferenciación respecto de otros grupos. Dentro de estos grupos se dan las condiciones para la apropiación del acto; pero en este ejercicio, a su vez, se fortalecen los mecanismos de pertenencia y diferenciación. La resolución de la dinámica de estos dos polos, pertenencia-diferenciación, es donde se juega la posibilidad de convivencia.

Así como sucede en la sociedad, en la escuela no todos estos subgrupos se posicionan de igual manera en el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, su prepotencia, por su identificación con la cultura escolar o los modos que otorgan prestigio en el grupo de referencia- se encuentra en una posición de poder que lo convierte en el grupo dominante, aquel capaz de impregnar con su estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con lo que corresponde) y es desde dónde, por confrontación, se define lo que se entiende por lo diferente. Cada uno de los otros subgrupos se posicionará en el grupo total en función de su mayor o menor afinidad con el subgrupo de referencia, adquiriendo una caracterización de mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.

Lo más común es que desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único rasgo de identidad fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los discapacitados, los gordos, los extranjeros, los villeros, los caretas... como si ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de definición implica una doble reducción:
· En primer lugar, se asume lo diferente como marca de identidad, exclusiva de ese subgrupo y excluyente de cualquier otra.
· En segundo lugar, se entiende lo diferente como déficit.

Los otros, los diferentes, pasan entones a tener una identidad negativa: no se les reconocen sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad y lo deseable, marcada por el grupo dominante. Se los estigmatiza como la negación de lo que debe ser.
En la escuela suele entenderse lo diferente sólo como lo visiblemente diferente: la posición social, el color de la piel, los modos particulares del lenguaje… Esta diferenciación se agravada cuando, además, es compartida por el grupo docente, que legitima la representación de la diferencia. Entonces se hablará de sujetos con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a ser lo que su origen les marca. Se piensa en la diversidad como grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en su interior.

Ahora bien, esta pluralidad la tenemos en la escuela, y es evidente el requerimiento de una convivencia lo más armónica posible para que la tarea no se vea obstaculizada. Pero, además, es una oportunidad para que el desarrollo de los sentimientos de autoría que derivarán en desarrollo de la autonomía se produzca en contextos más inclusivos que preparen a nuestros alumnos para la construcción de una sociedad más democrática. Entonces, ¿cómo actuar ante los diferentes?
Los discursos más extendidos proponen fomentar la tolerancia por la diferencia. La tolerancia parecería haberse convertido en la madre de todas las virtudes. Tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que in-diferencia: la negación de lo diferente. Contentos con nuestra tolerancia, no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y creyendo construir una escuela democrática y respetuosa de todos, enseñamos a nuestros alumnos a ser indiferentes y a levantar ghettos.
Otras veces, guiados por el ideal de una homogeneidad que no deja de ser ficticia, forzamos hasta límites insospechados la asimilación de todos a los modos dominantes, provocando diversas reacciones. Los que logran asimilarse, suelen hacerlo a costa de la pérdida de su identidad y sobreadaptándose al sistema. Otros, asumiendo un elevado costo, navegan entre dos aguas y logran escindirse entre quiénes son y cómo viven en la escuela, y quiénes son y cómo viven fuera de ella. Y no son pocos los que no pueden ni una cosa ni la otra: son los excluidos de la escuela, sean excluidos físicamente –porque nunca completarán escolaridad- o excluidos simbólicos –porque obtendrán un mínimo o ningún beneficio de su paso por ella-. Este es el caso de muchos chicos desmotivados o francamente ausentes, cuyos únicos signos son la permanente abulia o la rebeldía violenta.
Una actitud opuesta sería ignorar los lazos comunes, y legitimar –y aún promover- prácticas discriminatorias, dando diferentes oportunidades educativas a cada grupo escolar. O sea, reproduciendo en el interior de las escuelas las mismas diferenciaciones que se sostienen respecto de estas en los circuitos educativos diferenciados.
O, mal que nos pese admitirlo, una postura aún más difundida: reprimir la diferencia, llevando a primer plano el sistema de sanciones y calificaciones como elemento homogeneizador; y reproduciendo esa misma represión entre los mismos alumnos a partir de prácticas -concretas o simbólicas- de exclusión.

Pero la práctica del pluralismo tiene otras exigencias. Se diferencia de todas estas posiciones no sólo en el hecho de que reconoce la existencia de las diferencias, sino en que además las acepta como valiosas. Significa aceptar y defender la posición de que la comunidad se enriquece con diferentes aportes, y que lo que la define y la caracteriza como comunidad original, única e irrepetible es justamente esa pluralidad de aportes que en ella se conjugan.

Promover el pluralismo nos exige aprender, para poder enseñarles a nuestros alumnos, a:
· Valorar a cada individuo como persona, y no como una mera rueda en el engranaje social. Valorarlo en lo que es, tal como es.
· Valorar lo que cada persona considera como propio, lo que significa valorar su identidad cultural.
· Aceptar que existen ciertos principios mínimos que son necesarios para permitir la coexistencia y la real pertenencia a una sociedad. Esto es, la necesidad de una normativa que posibilite la convivencia.
Si olvidamos esta tercera exigencia corremos el riesgo de quedar prendidos en una mística pluralista, que podría confundir pluralismo con anomia.

El pluralismo es la única vía que crea la condición de posibilidad para la verdadera convivencia. Las otras actitudes son descalificatorias, exclusoras, y terminan llevando a la desafiliación social. Y, cuando una institución deja de acoger a las personas, deja de reconocerlas como sujetos de derecho. Es el primer paso para la instauración de la violencia, donde no hay otro propósito que la anulación del otro, vivido como amenaza para la propia integridad.
El pluralismo, en cambio, abre las puertas que permiten la afiliación social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esa pluralidad tengan un sentido de común-unión, de pertenencia en referencia a un proyecto en común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan, y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos.
Para ello es necesario que desde la escuela se promuevan espacios de diálogo sobre lo que en realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo, y los valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.

En este sentido, no puedo dejar de destacar que la escuela tiene la función de crear interés por lo extraño. Es un error creer que la precondición de interés para que el aprendizaje sea posible es espontánea y está siempre disponible. Los docentes debemos dirigir la mirada hacia el otro en tanto otro, instalar el interés por lo extraño, sea otra cultura, otro pensamiento, otra posición, otro lenguaje…
Las condiciones para una verdadera convivencia pluralista estarán dadas cuando tengamos una apertura tal que nos permita no sólo realizar una crítica a los valores de los otros, sino a los propios valores; cuando seamos capaces de incluirnos como parte de la diferencia.

La escuela no es sólo un espacio para el intercambio educativo entre maestros y estudiantes. Es, ante todo, la institución socialmente responsable y forjadora de buena parte de los cambios que la sociedad en general y los individuos en particular puedan generar. Por lo tanto, tendrá que ocuparse de crear y vivenciar condiciones democráticas para que estas se trasladen y crezcan en el ámbito social.
Por eso es importante comprender que para fortalecer la democracia no alcanza con aumentar la cobertura del sistema escolar; no basta con que se amplíen los cupos en las escuelas. Es necesario que la misma escuela en su conjunto sea un espacio de dinámicas y prácticas de carácter democrático, erradicando de su interior las concepciones que no ayuden a educar en el pluralismo, la inclusión, la participación, la cooperación, la solidaridad.

Una de las vías de acceso para esta construcción son los procesos comunicativos. Es necesario pasar del tipo de comunicación tradicional, caracterizada por la unidireccionalidad del docente hacia los alumnos y la impositividad no dispuesta al diálogo sino a la obediencia, hacia otro tipo de comunicación, multidireccional, que reconozca en la palabra de los otros un medio para aprender. Es necesario aprender a trabajar en grupo, colaborativamente.
Este nuevo enfoque, dialéctico, debería también examinar el proceso de escritura en la escuela como una serie de relaciones entre el escritor y lo escrito, el escritor y el lector, lo escrito y el lector. En términos generales, debería considerarse la escritura en su más amplia relación con los procesos de aprendizaje y comunicación, puesto que juega un importante papel en la estructuración del pensamiento. Aprender a escribir es aprender a pensar. Y dado que la convivencia democrática se sostiene en la confrontación racional de ideas, la lectura y la escritura deben ser herramientas que acompañen y generen procesos de racionalización.

Desde esta perspectiva, la elaboración de periódicos (con todo lo que implica: la creación de equipos de trabajo, consulta, entrevistas, elaboración de borradores, establecimiento de prioridades, discusión de enfoques…) es una excelente estrategia para viabilizar las prácticas que se fomentan. También lo es la participación en eventos –y aún más, su organización- que tradicionalmente son exclusivos de los docentes (como la evaluación y la disciplina escolar) y los padres (entrega de informes), en los que los estudiantes pueden plantear alternativas de solución.


Pero también es necesario democratizar el conocimiento, ya que una verdadera alfabetización es la que provee los instrumentos que han de contribuir al desarrollo de la autonomía de las personas, y que han de desarrollar la capacidad de ejercer ciudadanía. Una alfabetización que enseñe más allá de los contenidos, que promueva el pensamiento y el ejercicio de la libertad.
Cuando se habla de democratización del conocimiento, se está haciendo una opción conceptual e ideológica, puesto que no se enseña de la misma forma, ni los mismos contenidos, si se está dando acceso a un instrumento para la igualdad y la democracia, que si se asumen las formas de dependencia que se establecen a partir de la oferta desigual de conocimiento.
En consecuencia, uno de los ejes de una política para la ciencia, en particular en un país dependiente como lo son los de América Latina, debe girar alrededor de su difusión y su valor educativo, alrededor de desarrollar la capacidad de usar inteligentemente los logros propios y los del primer mundo. Se debe hacer ciencia para aprender y enseñar una forma de pensar valiosa, para eludir el oscurantismo y la irracionalidad, para saber desarrollar lo que necesitamos como sociedad, eligiendo lo que nos nutre y rechazando lo que nos es nocivo, en un mundo cada vez más marcado por la impronta científico-técnica.
La producción de ciencia tiene que mantener una fuerte vinculación con su enseñanza y su democratización. Esto, por un lado, exige el compromiso de la comunidad científica local con el campo educativo y de la divulgación; pero también la formación de un “formador” para la tarea educativa, en la que haya espacio para la consideración de la problemática social de la ciencia. Lo que se busca es evitar un manejo exclusivo por parte de los expertos, lo que favorece la instalación de formas sociales no democráticas.

Por otra parte, cuando se democratiza el conocimiento deja de asumirse a la ciencia como relativa a verdades absolutas con sesgo casi sagrado, y se asocia la producción del conocimiento científico con una construcción social. Se hace obvio, entonces, que cada realidad social aporta a esa construcción desde su propia dinámica y experiencia, que cada protagonista de esa realidad la enriquece con su pregunta y que la respuesta es condicionada por el destinatario de la misma. Se estimula a construir y aportar a la ciencia desde las propias preguntas -todas diferentes, todas legítimas- que las devuelve como patrimonio común.
En particular, esta concepción nos permite ver en la escuela un lugar privilegiado para montar muchos escenarios, donde docentes y alumnos jueguen un rol en esa construcción, y aprendan no sólo la ciencia que han hecho otros, sino a hacerla. Se trataría de pensar en un aprendizaje a través de la investigación como una actitud vital, en cuya implementación se abarquen distintas formas de conocimiento, y en la que se integre la perspectiva histórica y social, se apele al desarrollo de la sensibilidad artística, y donde el mundo natural juegue un papel protagónico. Lo que se promueve es una forma de acercarse al conocimiento para dar respuesta a una realidad que se ha vuelto muy compleja, y frente a la cual las personas quedarán incluidas para opinar y actuar, o marginadas y manipuladas en la toma de decisiones.

REANUDANDO HILOS. LA ESCUELA COMO NUDO
“No alcanza con constatar que la cultura educacional es una cultura de clase, pero actuar como si no lo fuera es hacer todo para que quede así.”
Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron

Hablar hoy de la escuela argentina es hablar de un modelo fuertemente regido por las normas tradicionales del mundo escolar: la formación se define en términos de programas, de años de escolaridad y de obtención de diplomas. Es hablar de una escuela fuertemente centrada en la adquisición de certificaciones y con una orientación claramente normativa, formadora de ciudadanos heterónomos. Una escuela que ha demostrado un bajo impacto en la configuración de esquemas y conductas relacionadas con los mundos del trabajo y la profesionalidad, fruto de su insuficiencia para lograr promover la apropiación de contenidos socialmente relevantes, la crítica y el análisis, propios del pensamiento y la actuación autónomos.
Pero, sobre todo, es hablar de una escuela fuertemente fragmentada, en la que es posible advertir dos fenómenos: por un lado, no todos los sujetos en edad escolar participan del sistema educativo, y por otro, la instrucción recibida por quienes sí participan no es homogénea. El origen social y -en consecuencia- el futuro ocupacional son los factores que determinan la presencia de los actores en los circuitos educativos diferenciados, obteniendo calidades educativas diferenciadas.

Al hablar de la escuela argentina en la actualidad es insoslayable hacer referencia al concepto de riesgo educativo. Con esta expresión se pretende dar cuenta de aquellos segmentos que -estando fuera del sistema escolar- nunca asistieron a la escuela, o tienen la primaria incompleta o, en el mejor de los casos, lograron alcanzar los primeros años de la educación secundaria. Se considera que esta población se encuentra en riesgo educativo porque no ha podido apropiarse de los conocimientos, aptitudes y destrezas necesarios para participar en forma plena en la vida ciudadana y en el mercado de trabajo. Lo grave es que estas desigualdades se refuerzan con las disparidades en la calidad de la educación a la que acceden los distintos grupos sociales, por lo que podríamos decir que la misma escuela es productora de riesgo educativo.

Es por esto que en los últimos tiempos se ha difundido en ciertos medios académicos latinoamericanos la expresión “transferencia intergeneracional de la pobreza”, como un esquema referencial crucial, articulador entre los fenómenos de índole económica, los cambios en la estructura social y la organización familiar, y la definición de escuela. Esta noción apunta a destacar la especificidad de algunos comportamientos demográficos de los estratos carenciados que determinarían la reproducción de la pobreza entre generaciones sucesivas, o sea, la imposibilidad de que los hijos de padres pobres experimenten movilidad social ascendente (dejen de ser pobres). Desde esta óptica, la hipótesis de la “transmisión intergeneracional de la pobreza” constituiría un caso específico de bloqueo de la posibilidad de ascenso social intergeneracional.


En consecuencia, cuando se quiere analizar la realidad de nuestra escuela, el concepto de cohesión social es crucial. Su pérdida no sólo comportó el incremento de la desigualdad sino que agudizó la polarización ente los muy pobres y los muy ricos, destruyendo uno de los rasgos más distintivos de nuestro país: la existencia de amplios estratos medios que ayudaban a metabolizar el conflicto social.
También se perdieron otros rasgos valiosos: vastos sectores obreros con inserción laboral estable y niveles de vida modestos pero dignos; altísimos flujos de ascenso social que permitían transitar la vida en términos de un proyecto, y un sistema educativo concebido como motor del mismo; niveles de integración social superiores a los de muchos países periféricos e incluso a los de algunos países centrales. Todas pérdidas que, hoy por hoy, parecen irreparables.
Quienes más sufrieron este despojo fueron las familias de los estratos sociales más débiles y, por vía de consecuencia, los jóvenes de esa extracción. Se trata de las generaciones más recientes -los nacidos durante 1970-2000- que se criaron en la cultura de la exclusión, la pobreza, el hambre, y -en el límite- la delincuencia. Para ellas fue imposible percibir su vida como un proyecto personal que trascendiera el aquí y el ahora. Carecieron de un horizonte futuro y apenas tuvieron un presente signado por el subsistir a como dé lugar.
Si en la próxima década lográramos que en nuestro país que se redujeran sustancialmente la desocupación, el trabajo precario y la regresividad de la distribución del ingreso, no por ello estos jóvenes de hoy adoptarían en forma automática los valores propios de una cultura del trabajo y el esfuerzo. Sería ingenuo pensar lo contrario. Por eso el despojo perpetrado parecería irreversible, apariencia a pesar de la cual podemos abonar a una mejor hipótesis: se trata de una tarea a muy, muy largo plazo. Tarea que a los educadores nos compete.


Viviana Taylor

BIBLIOGRAFÍA
Althusser, L. Ideología y aparatos ideológicos de Estado, en La filosofía como arma de la reacción; Siglo XXI Editores, México. 1977
Bourdieu, P. y Passeron, J.C. Los estudiantes y la cultura, Editorial Labor. Barcelona. 1967
Bowles, S. y Gintis, H. La educación como escenario de las contradicciones en la reproducción de la relación capital-trabajo, en Educación y Sociedad. 1983
Willis, P. Aprendiendo a trabajar. Cómo los chicos de clase obrera consiguen trabajos de clase obrera, Editorial Akal, Madrid. 1988.
Bourdieu, P. y Passeron, J.C. Los herederos. Siglo XXI Editores. Argentina. 2003
Durkheim, Emilie. Sociología y Educación. Editorial Colofón. México, 1997
Fernando Osorio, La deseducación. En revista Caras y Caretas, marzo 2007. Página 60
Foucault, Michel. Vigilar y Castigar. Editores S.A., España.
Galeano, Eduardo. Patas arriba. La escuela del mundo al revés; Editorial Catálogos, Argentina.
Joaquín García Carrasco. Prólogo, en Octavi Fullat; Verdades y trampas de la pedagogía. CEAC. Barcelona, España. 1984
Reyes, Román. Diccionario Crítico de Ciencias
[1] Etimológicamente, la palabra educación toma su sentido del verbo latino educare, que significa criar, alimentar, instruir, hacer crecer; pero también, y en un sentido opuesto, de ex ducere, que equivale a extraer, sacar afuera, hacer salir. En consecuencia, la educación conlleva en sí una significación antinómica, que da cuenta de dos procesos complementarios.
[2] El habitus viene a ser un sistema de disposiciones durables y transferibles -estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes- que integran todas las experiencias pasadas y funcionan en cada momento como matriz estructurante de las percepciones, las apreciaciones y las acciones de los agentes de cara a una coyuntura o acontecimiento y que él contribuye a producir.

[3] Tradicionalmente entendemos por discriminación a la imposibilidad del pleno ejercicio de los derechos y garantías de ciertos sectores sociales de la población en razón del sexo, raza, creencias religiosas o políticas, nacionalidad, situación social, elección sexual, edad y discapacidades.
[4] Entrevista concedida a la Revista Viva, edición 1º aniversario, julio de 2004.
[5] Citado por Filmus, Calidad de la Educación, en AA.VV. Los condicionantes de la calidad educativa. Ediciones Novedades Educativas. Buenos Aires. 1996
[6] Entre otras: Bertoni, Alicia (1984); Braslavsky, Cecilia (1986); Filmus, Daniel (1988)
[7] Mendel, Gerard. Sociopsicoanálisis y Educación. UBA y Ed. Novedades Educativas, 1996