La infancia y la adolescencia han cambiado. El niño y el adolescente eran considerados hasta no hace mucho seres indefensos, que necesitaban nuestro amor y cuidados, y nuestras enseñanzas. Debían obedecernos por la sencilla razón de que sus capacidades eran incompletas y sus conocimientos no eran útiles en la sociedad de los adultos. Infancia y adolescencia eran sinónimo de dependencia, obediencia y heteronomía. Y quienes debíamos protegerlos estábamos convencidos de eran los “únicos privilegiados”.
Pero este principio de siglo pone en un lugar relevante a la experiencia virtual, la capacidad tecnológica, el saber telemático e informático. Su mundo es tan legítimo como el mundo adulto: consumen; y cuando no consumen, emergen con violencia para poder consumir.
Se trata de chicos que portan una cultura que obliga a maestros y padres a adaptarse a ella. Y ya no es el chico quien se calla frente a la cultura escolar, sino la escuela quien trata de adaptarse a los nuevos escenarios: escuelas con computadoras y video, libros de texto que parecen historietas y con personajes calcados de los dibujos animados, docentes que se definen como “animadores”... y frente a ellos, los nostálgicos: los docentes que castigan con amonestaciones, que se niegan a toda consideración de los nuevos saberes tecnológicos –y más reactivamente, a toda actualización en el conocimiento-, que ven en todo niño y adolescente un delincuente en potencia y por lo tanto dedican toda su energía al disciplinamiento, el orden y la vigilancia.
Los chicos que hoy están en nuestras escuelas son, por un lado, más autónomos en su capacidad de elección y su independencia tecnológica; pero por otro, casi paradójicamente, se vuelven más indefensos frente a la influencia de los medios masivos de comunicación y la compulsión al consumo. Son chicos que cuestionan a la escuela como institución capaz de dar respuestas, y al hacerlo nos cuestionan como adultos y educadores. Y mientras tanto, nosotros tratamos de mirarlos en el espejo de los niños y adolescentes que fuimos... un espejo que ya no existe.
Antes de que nos preguntemos cómo educarlos se impone que miremos hacia delante: hacia dónde queremos llevarlos. Y dado que no es posible ninguna mirada prospectiva sin alguna lectura sobre la realidad actual en la que nuestras escuelas están inscriptas, comenzaremos haciendo un poco de historia reciente para comenzar a entender cómo hemos llegado al actual estado en cuestión.
UNA MIRADA SOBRE LA ALIANZA ESCUELA-SOCIEDAD
Desde una perspectiva histórica centrada en los últimos 60 años
Acordemos un punto de partida, un “por dónde empezar”. Y para hacerlo, partamos de una definición de Estado de Bienestar.
Entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el avance de la industrialización, el desarrollo de las organizaciones obreras y de los partidos clasistas, el sufragio universal que concedía ciudadanía política a la clase obrera y la necesidad de preservar un nivel de paz social compatible con la acumulación, llevaron a que las clases dominantes de los países centrales aceptaran una redefinición de la cuestión social, lo que implicó a su vez una redefinición del papel del Estado.
La sociedad ya no se pensaría como una suma de individuos aislados, sino como un conjunto de ciudadanos desiguales pero interdependientes que se prestan ayuda recíproca. Según esta nueva formulación del vínculo social, una sociedad democrática podía legítimamente no ser igualitaria, siempre y cuando los menos pudientes quedaran libres de tutelas[1]. De ahí a que se aceptara que el Estado podía cumplir una función reguladora de los intereses de las distintas clases sociales, sólo había un paso, que se dio cuando se acordó que las retenciones obligatorias y la redistribución de bienes no representaban atentados contra la propiedad privada sino pagos que cada ciudadano otorgaba en derecho por los servicios que recibía del resto.
Así fue como surgió la idea de justicia social, según la cual el Estado debía intervenir para que se lograra una mínima cohesión social a pesar de las desigualdades.
En la Argentina, el desarrollo del Estado de Bienestar emergió en la década del 40, cuando la industrialización sustitutiva generalizó la relación salarial en forma semejante a los países centrales.
Durante el justicialismo, la intervención del Estado aseguró a los trabajadores niveles de ingreso (salario directo[2] e indirecto[3]) que tendieron a cubrir una porción cada vez mayor de los tres componentes del costo de reproducción de la fuerza de trabajo[4], al tiempo que se instauraban mecanismos que hacían recaer dicho costo sobre el sector empresarial. Durante el desarrollismo, en cambio, si bien la legislación amplió la cobertura de la seguridad social, emergió por primera vez el fenómeno de la precarización salarial, es decir, la virtual exclusión de un segmento de la fuerza de trabajo de los beneficios del salario indirecto, vía el aumento del cuentapropismo de la clase obrera, paralelo a la regresividad en la distribución del ingreso.
El Estado d Bienestar se asentó sobre un “círculo virtuoso” sostenido por dos pilares fundamentales: el alto nivel de empleo (incluso asalariado) y la amplia posibilidad de financiar un gasto público creciente. Pero ni el seguro de desempleo ni las políticas activas de empleo formaron parte por aquel entonces de las políticas sociales.
Fue durante la primera mitad de los años 70, cuando el déficit fiscal y la tasa de inflación treparon a niveles inéditos, que esta organización del Estado de Bienestar entró en crisis.
Como datos ilustrativos, podemos decir que en 1974 Argentina registraba un 5% de pobres, una desocupación del 6% y una deuda externa de 8.100 millones de dólares. La distribución de la riqueza –que recién comenzaba a medir el INDEC- era similar a la de los países europeos más avanzados: en la Capital y el Gran Buenos Aires (no había entonces datos nacionales) los trabajadores se llevaban el 45% de la renta nacional y los ricos el 28,2%. Un rico promedio era 12 veces más opulento que un pobre promedio.
Con la dictadura militar, ese porcentaje se elevó al 33,1%. En los 80, la concentración del ingreso prosiguió y se profundizó en los 90. La medición nacional del INDEC, que arrancó en 1994, mostró que por aquel año el 10% más rico ya acaparaba el 35,5% de la torta.
Luego, el sector más alto siguió creciendo. En la última medición, de fines de 2003, marca que el 10% más rico se queda con el récord del 38,6% de la torta nacional. Sólo entre 1995 y 2003 se pasó de una brecha de inequidad de 19,3 veces a 31,7 veces.
La mayor desigualdad social del país se registra en la Capital Federal, el Gran Buenos Aires y en las provincias del nordeste. Y de las grandes ciudades, la Capital sobresale por tener la mayor distribución negativa del ingreso, aunque otros indicadores sean más positivos. La explicación es que, en proporción, vive más gente de los estratos superiores.
Según los datos del Centro de Estudios Distributivos, Labolares y Sociales (CEDLAS) de la Universidad de La Plata, el índice de desigualdad promedio del país (Coeficiente Gini[5] por ingreso familiar por persona) a fines de 2003 era de 0,516. Por encima sólo está la región metropolitana[6] con el 0,528. Esto significa que un rico es casi 52 veces más rico que un pobre, en un país en el que hay 14 millones de pobres y donde el 10% más rico acapara hoy cerca del 44,5% de la renta; donde la desocupación, con planes sociales y todo, es del 18% y la deuda externa ya trepó de los 180.000 millones de dólares. Es evidente que algo ocurrió.
El periodista económico Marcelo Moreno, desde su columna en el diario Clarín[7], afirmó que fue precisamente aquel 1974 un año sombrío que trazó un corte profundo como una tragedia.
Podemos decir que desde 1976, se asiste en nuestro país al reemplazo del Estado de Bienestar por el Estado Subsidiario. La subsidiariedad connota una visión ahora dominante, residual de las políticas públicas y atravesada por un fuerte sesgo aperturista: al Estado sólo le corresponde actuar allí donde el mercado no llega o donde no hay mercado.
En lo que concierne a la situación ocupacional, la evolución durante el último cuarto de siglo condujo a una severa subutilización de la fuerza de trabajo y a una extrema fragmentación de la estructura productiva, sin parámetros de comparación en nuestra historia contemporánea. En efecto, se verificó un abrupto empeoramiento de la situación laboral de la mayoría de la población, debido a la reducción de la fuerza de trabajo ocupada, el aumento del desempleo oculto, la precarización de los asalariados, el aumento del cuentapropismo marginal (subempleo oculto), la reducción del salario real y la fuerte caída de la participación de los sueldos y salarios en el ingreso nacional, el incremento de la desigualdad en la distribución de las remuneraciones entre los asalariados y entre los no-asalariados, los niveles extremadamente reducidos de los haberes jubilatorios, y no menos crucial en relación al bienestar social, el fuerte retroceso en todas las políticas públicas de índole social.
La sustitución de un régimen por otro se hizo a un ritmo vertiginoso y sin ninguna concesión respecto del costo social que implicaba la transición: la emergencia abrupta de este inusitado volumen de desocupados, subocupados, asalariados precarios, en negro, ocultos, cuentapropistas marginales; el profundo deterioro en los salarios y de los haberes jubilatorios; la desalarización de vastos sectores de clase obrera y de clase media; la virtual confiscación de las prestaciones sociales existentes. Estas grandes masas de población pasaron a ser primero los excluidos o desafiliados a la ciudadanía social, para luego serlo de la ciudadanía política.
Para los incluidos, el salario directo[8] se situó en su piso mínimo; las prestaciones sociales relativas al reemplazo generacional[9] agudizaron su deterioro; las relacionadas con el mantenimiento en inactividad[10] tendieron en la práctica a eliminarse, sea vía el arancelamiento y/o la depreciación monetaria hasta 1991, sea vía el congelamiento del gasto en esos rubros después de implantado el régimen de convertibilidad cambiaria en ese año. Por otra parte, el financiamiento de la parte del costo de la reproducción que sí se paga al trabajador fue transferido progresivamente a los propios asalariados, a los asalariados precarios, a los marginales o a la creciente masa de desocupados. En todos los casos, a través de la anulación de los aportes patronales a la seguridad social y/o su traslación a los precios, y a través de la agudización de la tributación indirecta. Así, la transferencia de ingresos hacia los más ricos fue descomunal. En consecuencia, el comportamiento de la economía perjudicó comparativamente más a los sectores de ingresos bajos, medio-bajos y medios, los que sufrieron un mayor deterioro de sus remuneraciones reales y perdieron posiciones relativas en la distribución del ingreso, aumentando en conjunto la desigualdad social.
Hacia finales del siglo XX, los resultados económicos de este ajuste se traducían en una aguda contracción económica por disminución de la producción y la demanda internas, en la disminución de las inversiones productivas en provecho de la especulación financiera y en un importante incremento de la deuda externa (estatizada). Todo ello, sin que se hubiese suplantado el antiguo liderazgo de la industria por ningún otro factor dinamizante del desarrollo económico global.
La contrapartida previsible de estos hechos fue un aumento sin precedentes de la pobreza. Hoy el nivel de pobreza (mayor al 50%) no sólo es muy superior al que teníamos hacia 1974 (alrededor del 5%), sino que su composición social es más heterogénea, ya que las carencias recaen ahora sobre un espectro más amplio de estratos sociales. Existe un estrato de pobreza extrema –indigentes- que ha agravado notoriamente su volumen y la intensidad de su infraconsumo. En suma, un contexto de empobrecimiento absoluto que ahora involucra no sólo a sectores obreros estables y a sectores marginales, sino también a las capas medias que hasta hace poco experimentaban sólo el empobrecimiento relativo.
Este proceso de confiscación de los derechos sociales culminó con la confiscación de los ahorros a la clase media –el recordado corralito bancario- destruyendo una de las ideas-eje constitutivas de nuestra integración social desde la organización nacional. Sin trabajo, sin seguridad social y sin ahorros, las clases obrera y media deben ahora adaptarse a la antigua expresión estigmatizante de “vivir al día”.
Esta dinámica social conllevó la necesidad de asegurar el disciplinamiento de esta nueva masa de población carenciada o vulnerable, sea mediante políticas de asistencia social, sea por medio de la represión directa.
En el plano asistencial, este paradigma se estructuró sobre dos ideas-fuerza: la focalización y los grupos vulnerables, lo que significa que el Estado sólo ayuda a los carecientes con fondos obtenidos a través de tributos impositivos, sin importar la condición del contribuyente. Dicho de otro modo, la cuestión de la equidad es un problema exclusivo de la asignación del gasto público (políticas focalizadas en los más pobres).
En el plano de la represión, esta fue feroz y desembozada durantes la dictadura militar, y planeó -aún planea, al menos como fantasma- como una amenaza permanente durante los gobiernos democráticos.
Si analizamos qué sucedió durante este proceso con la estructura social, podremos advertir que la estrategia justicialista –caracterizada por la industrialización sustitutiva de bienes de consumo final- si bien no modernizó significativamente la estructura social, fue claramente distribucionista e incluyente de los estratos más desfavorecidos respecto de los frutos del progreso económico. Por su parte, la estrategia desarrollista –propulsora también de una industrialización sustitutiva pero ahora de bienes intermedios y de capital- aunque modernizadora, fue marcadamente concentradora y excluyente.
Por comparación, podemos decir que la estrategia aperturista presenta rasgos de claro sesgo desindustrializador, concentrador y excluyente, sin atisbos de modernización. Se trata de un proceso caracterizado por los siguientes rasgos:
a) una clase alta numéricamente ínfima en curso de enriquecimiento absoluto;
b) una clase media numéricamente creciente, en curso de progresiva asalarización y pauperización absoluta y relativa;
c) una clase obrera numéricamente decreciente en curso de progresiva desalarización y pauperización absoluta;
d) la aparición de un estrato marginal numéricamente importante con carencias absolutas.
Por otra parte, cada estrategia de desarrollo indujo un tipo particular de movilidad social, entendiendo por tal el desplazamiento entre posiciones jerárquicas dentro de la pirámide de estratificación social, posiciones que, a su vez, pueden definirse en términos ocupacionales o en términos de ingresos.
Respecto a la movilidad social, el conjunto del período 1945-2000 tiene algunos elementos comunes:
a) la masiva transferencia del campo a las ciudades, con la concomitante creación de empleo urbano, inductora, de por sí, de movilidad ocupacional;
b) la expansión de la matrícula educacional en todos sus niveles;
c) la progresiva devaluación de las credenciales[11],
d) el acrecentamiento del rol de la educación como canal ascencional.
Algunos rasgos particulares de la estrategia aperturista, son:
a) El crecimiento del empleo urbano es mucho más lento que en el pasado, por lo que se concentró la movilidad social en la población de antigua residencia urbana.
b) La expansión de la clase media ahora favorece comparativamente más a su desarrollo autónomo (pequeños productores, cuentapropistas), movilidad que debió alimentarse –vía intrageneracional- de asalariados de clase obrera y de clase media que perdieron sus antiguas posiciones en el proceso general de desalarización, por lo que estos desplazamientos no representan una movilidad social ascendente.
c) La clase media asalariada crece menos que en las etapas precedentes, en un contexto donde se acentuó el proceso de devaluación de las credenciales y se acrecentó el empleo precario de la clase media. El crecimiento de la clase media asalariada continuó nutriéndose –vía intergeneracional- desde posiciones correspondientes a la clase media autónoma y a la propia clase media asalariada, representando por lo general una movilidad ascendente, si se define a esta última en términos exclusivamente ocupacionales.
d) La clase obrera autónoma es el estrato de más rápido crecimiento, por la expansión del empleo informal y del empleo precario, junto con la emergencia de un estrato marginal. El crecimiento del estrato obrero autónomo se alimentó comparativamente más de trabajadores asalariados urbanos que perdieron sus antiguas posiciones que de inmigrantes internos o externos (en franca retracción numérica), razón por la cual puede considerarse esta movilidad de tipo descendente.
En suma, desde el punto de vista ocupacional, el balance del modelo aperturista es de preeminencia de movilidad estructural descendente, intra e intergeneracional. A su vez, desde el punto de vista de los ingresos, la movilidad experimentada en todos los estratos de la clase obrera y en la mayor parte de los de clase media fue abruptamente descendente, implicando un proceso de pauperización absoluta y de pauperización relativa, de carácter inédito en la historia argentina reciente.
¿Qué sucedió, mientras tanto, en el plano más íntimo de los comportamientos familiares?
En el nivel manifiesto, se verifican los siguientes hechos:
disminución del número de primeros matrimonios y de matrimonios reincidentes;
aumento de la cohabitación de prueba y permanente;
aumento de los divorcios y separaciones;
aumento de las familias monoparentales con una mujer como cabeza de hogar y de las familias ensambladas;
disminución del número de nacimientos;
aumento del número de nacimientos extramatrimoniales;
aumento de la participación permanente de las cónyuges en el mercado de trabajo y por lo tanto, aumento de las parejas en las que ambos tienen una actividad profesional.
En estos comportamientos manifiestos subyacen cambios latentes, de sentido más profundo, que definen lo que comienza a denominarse familia postmoderna.
En primer lugar, podríamos decir que los individuos experimentan de manera diferente su creencia en la autonomía, rechazando el cumplimiento de los roles tradicionales de esposo/a y padre/madre. En esta línea de reflexión, se piensa que hay formas de realización personal que no pasan por “tener hijos” (aunque se los siga teniendo, pero en número cada vez más reducido).
En segundo lugar, si bien el amor romántico continúa siendo dominante en la elección del cónyuge, ya no se percibe a la familia como la realización de un “nosotros”, sino como la realización de “uno mismo”.
Tercero, el matrimonio ya no es una institución que, a la vez, marca el comienzo de la vida en común y protege a la familia a todo lo largo de su devenir.
Cuarto, la estabilidad de la unión conyugal ha cambiado de sentido respecto de otras épocas: la disolución del vínculo no es ahora involuntaria (por la muerte del cónyuge), sino que son los propios actores quienes la deciden voluntariamente (por divorcio o separación).
Y finalmente, puesto que ha cambiado la definición del rol asignado con respecto a la participación laboral y al sustento de la familia, los hombres están menos compelidos a ser el principal proveedor de recursos; y las mujeres ven disminuir sensiblemente su dependencia objetiva como consecuencia de su mayor escolarización y de su mejor inserción laboral.
Estos cambios guardan entre sí una gran coherencia: todos remiten a una demanda, explícita o implícita, de autonomía personal, de valoración del ámbito privado, de desvalorización de los lazos de dependencia respecto de las instituciones y las personas. Lo que ahora se espera de la familia es que debe ayudar a los miembros a construirse como personas autónomas. Los actores poseen un mayor control de su destino individual y familiar en razón de nuevos valores que aprueban esa autonomía e inducen cambios en el derecho de familia, el sistema tributario, en las políticas sociales.
Paralelamente, ciertas condiciones objetivas facilitan ese control: es el caso del progreso en la tecnología anticonceptiva signado por la aparición de métodos altamente eficaces de manipulación femenina.
El efecto de estos cambios sobre la familia ha sido contundente. Así, desde los años 70 existen dos registros de vulnerabilidad familiar.
El primero deriva del hecho de que el avance de un orden interno contractual –es decir, el avance de una asociación entre sus miembros liberada de tutelas institucionales y basada en relaciones igualitarias- debilita la estabilidad familiar, en tanto ésta sólo depende ahora de autorregulaciones: la mayor inestabilidad es la contrapartida de la mayor democracia interna.
El segundo deriva del hecho de que aquellas familias que por su estatuto social y su precariedad económica son más proclives a perder los beneficios de la seguridad social, son también más proclives a la ruptura: la mayor inestabilidad es la contrapartida de la falta de protecciones colectivas, lo que a su vez refuerza el proceso de pauperización de quienes ya eran vulnerables antes de la ruptura.
¿Qué sucedía, mientras tanto, en nuestras escuelas?
Para el historiador Luis Alberto Romero, “en tiempos mejores para la Argentina, la educación fue una prioridad de la que nos quedan, como mudos testigos, algunos magníficos edificios escolares; pero en algún momento, aunque los enunciados permanecieron, el sentido de esa política cambió”[12].
Es fácil advertir estos cambios de sentido donde esos golpes fueron deliberados: en 1966 se interrumpió el más brillante proceso de modernización de la universidad argentina, y golpes similares contra otros emergentes culturales –como el Instituto Di Tella- revelan el sentido de esa intervención, que se repitió con más dureza en 1976. Otros fueron los golpes que trajo la democracia: mientras unos querían reconstruir el tejido académico y afirmar los valores de la excelencia, otros consideraron que en la Universidad había un botín para ser repartido entre las distintas facciones políticas. Por obra de unos y otros, la Universidad fue perdiendo su función rectora sobre el sistema educativo. La crítica a lo que se llamó enciclopedismo, cuya consecuencia práctica fue la desvalorización de lo que es esencial en la escuela, el enseñar, y el consecuente vaciamiento de contenidos; el deterioro salarial que convirtió a la tarea docente en un trabajo descalificado; la supresión de las escuelas normales, donde se habían formado los mejores maestros, lo que comenzó a afectar la calidad de los docentes; la transferencia de las escuelas y colegios a estados provinciales que en muchos casos ya eran incapaces de sostener por sí mismos una administración mínima; una reforma educativa que avanzó destruyendo lo que quedaba... fueron todos golpes con los que se avanzó en la destrucción de la institución escolar.
La universidad, que padeció la “Noche de los bastones largos” recibió quizás los golpes más espectaculares, pero la herida más profunda se produjo sin dudas en las viejas escuelas primaria y media.
Para Romero, es allí donde hay que buscar algunas de las causas del empobrecimiento cultural que hoy nos asombra.
Lo cierto es que hasta bien entrada la década de los 70 las principales demandas por educación estuvieron vinculadas a los aspectos cuantitativos, particularmente a la ampliación de las posibilidades de acceso de la población a los diferentes niveles del sistema educativo. Fue recién con los datos del Censo de 1980 que irrumpió una preocupación por la calidad, cuando se hizo evidente que las tendencias al crecimiento cuantitativo del sistema educativo argentino habían continuado a la par que se advertía una disminución de la matrícula en el ámbito universitario y en la educación de adultos.
En el libro El Proyecto Educativo Autoritario[13], Juan Carlos Tedesco señala que el deterioro de la calidad de la educación y la pérdida de la homogeneidad cualitativa que caracterizó históricamente al sistema educativo argentino fueron las consecuencias más importantes de las políticas de los gobiernos miliares de la época. Un conjunto de investigaciones posteriores contribuyeron a reforzar estas perspectivas.[14]
En la transición democrática se absolutizó el papel del Estado y las estrategias se centraron en torno del cambio de los contenidos, las normas y las prácticas que permitieran desmontar el orden que imperó en la escuela en el período anterior. Así, los otros factores que condicionan la calidad educativa fueron considerados como meros temas “tecnocráticos”, alejados de las urgencias políticas de los primeros años de vida democrática.
La necesidad de homogeneizar la calidad educativa se propuso como un mecanismo favorecedor de la igualdad de oportunidades y como un objetivo a alcanzar en dirección a democratizar las relaciones en el interior de las escuelas.
Podemos afirmar, entonces, que a diferencia de lo ocurrido en otros países, en Argentina la problemática de la calidad educativa surgió con la intención de denuncia de la situación de crisis educativa y del deterioro del tradicional papel del Estado en el sostenimiento de la educación. Se llega a este planteo a partir de dos tipos principales de reduccionismo:
· El primero de ellos es el de reducir el conjunto de factores que determinan la crisis educativa a los aspectos del financiamiento. Sin embargo, es tan cierto que sin una mayor y mejor inversión en educación es imposible mejorar su calidad, como que no alcanza el aporte de mayores recursos para recuperar la excelencia del sistema educativo.
· La segunda de las reducciones consiste en plantear que todas las estrategias dirigidas a mejorar la calidad de la educación son intrínsecamente elitistas. Así, se interpretan las tendencias a una mayor descentralización y autonomía de las instituciones como una creciente desresponsabilización del Estado, y los mecanismos de evaluación de la calidad como medios para estratificar escuelas y aumentar la segmentación. Si bien es cierto que este es el peligro latente si no se garantiza equidad en el financiamiento de los servicios, negar la capacidad de transformación positiva de estas estrategias implica renunciar a utilizar herramientas que se tornan imprescindibles para mejorar la educación. Claro que se trata de un peligro muy presente cuando se instala desde un modelo de Estado Subsidiario centrado en un paradigma aperturista y de ajuste.
Una de las principales consecuencias de la amplia difusión que está alcanzando este tipo de discurso –sobre todo en el interior de las escuelas- es que ha favorecido el surgimiento de perspectivas que provienen de sectores que perciben únicamente la problemática de la calidad como un argumento utilizado para criticar y desvalorizar el trabajo docente y el accionar de la escuela pública. Se subestima de esta manera el aporte que se puede brindar para poner en evidencia las políticas y procesos que propiciaron el actual deterioro, no se tiene en cuenta su aporte a la elaboración de demandas sociales que permiten articular acciones en torno de la necesidad de que el conjunto de la población acceda a los conocimientos que le permitan una participación social plena, ni se pone en cuestionamiento la pertinencia pedagógica de las prácticas vigentes.
La paradoja principal del tipo de discurso que niega o relativiza la problemática de la calidad educativa es que brinda argumentos que fortalecen las visiones que pretende combatir: no se puede confiar la educación a docentes que no son conscientes del deterioro que sufre, ni pueden surgir propuestas de mejora de instituciones que no perciben sus propias limitaciones.
A comienzos de los años ’90 se realizaron una serie de eventos internacionales, tales como la Conferencia Mundial de Educación para Todos (Jomtien 1990) en la que se hizo un llamado mundial en favor del aprendizaje; la Reunión de Ministros de Educación de América Latina y el Caribe -PROMEDLAC IV- (Quito, 1991) con su llamado a la transformación profunda de los sistemas educativos; la Reunión de Ministros de Economía convocada por CEPAL (Santiago, 1992) en la que se resitúa la educación dentro de las prioridades de la economía; y PROMEDLAC V (Santiago, 1993) donde se determinaron los criterios y prioridades para una nueva etapa de desarrollo educativo.
Estos eventos crearon un clima favorable para restablecer las alianzas a favor de la educación, y para lograr que ella vuelva a ocupar un lugar privilegiado en las estrategias de desarrollo. Conjuntamente, emergió un conjunto de planteamientos de carácter científico y teórico de los más diversos ámbitos: los futurólogos que apuntaban hacia una sociedad del conocimiento (Alvin Toffler, 1990); especialistas en organizaciones con planteos relativos a las condiciones de aprendizaje (Peter Druker, 1989); sobre la diversificación de las capacidades de aprendizaje de las inteligencias múltiples desarrolladas en la Psicología Cognitiva (H. Garner, 1991), la visión de la educación desde la Biología (H. Maturana, 1992) y la Filosofía (Echeverría, 1994), del lugar que ocupa la educación en el desarrollo económico y social (CEPAL – UNESCO, 1992)[15]. De este modo, la falta de respuestas del sistema educativo a demandas cada vez más complejas obligó a volver la vista ya no sólo a los niveles de escolarización de la población sino también sobre el resultado del pasaje por las instituciones escolares.
En nuestro país, estos estudios reforzaron la característica particular que la preocupación por la calidad educativa había adquirido, al ser utilizada como elemento de crítica y como objetivo a alcanzar con significados diversos. Las publicaciones de especialistas señalan reiteradamente que en este período de transición entre una etapa industrial a otra dominada por las información, el sistema educativo no resulta capaz de enfrentar los desafíos de la nueva sociedad emergente.
Las críticas se centran en tres aspectos:
· La escuela parece estar excesivamente ligada a los valores de la sociedad industrial;
· Los currículos son obsoletos;
· La escuela, como organización, resulta cada vez más ineficaz en términos relativos.
Lo que reiteradamente se critica es que las escuelas parecen haber cambiado poco en los últimos cincuenta años. Mientras que el resto de las organizaciones sufrieron enormes cambios y los conocimientos crecieron exponencialmente, las escuelas sólo refinaron sus propios mecanismos.
Y en nombre de la calidad de la educación fue posible proponer alternativas de acciones educativas diferentes y hasta claramente contradictorias entre sí.
En este contexto, la mayoría de los sistemas educativos iniciaron procesos de reformas y transformaciones, como consecuencia del convencimiento sobre el agotamiento de un modelo que juzgaban incapaz de conciliar el crecimiento cuantitativo con niveles satisfactorios de calidad y equidad, e incorporaron como criterio prioritario y orientador para la definición de políticas y la toma de decisiones la satisfacción de las nuevas demandas sociales. Se comenzó a hablar de un nuevo orden mundial competitivo basado en el conocimiento, en el cual la educación y la capacitación son el punto de apoyo de largo plazo más importante que tienen los gobiernos para mejorar la competitividad y asegurar una ventaja nacional. El funcionamiento óptimo de los sistemas educativos pasó a ser una prioridad esencial de los países.
Los desafíos que se planteaban –y que sintetiza María Inés Abrile de Vollmer en un trabajo de investigación[16]- en respuesta a estas nuevas demandas sociales, eran:
· Preparar ciudadanos capaces de convivir en sociedades marcadas por la diversidad, de modo que las diferencias se incorporen para contribuir a la integración y la solidaridad, enfrentando la fragmentación de la sociedad actual. Los sistemas educativos serán los responsables de distribuir equitativamente los conocimientos y el dominio de las competencias en las cuales circula la información socialmente necesaria y formar a las personas en los valores y principios éticos, y habilidades para desempeñarse en los distintos ámbitos de la vida social.
· Formar recursos humanos y responder a los nuevos requerimientos del proceso productivo y a las formas de organización del trabajo resultantes de la revolución tecnológica.
· Capacitar al conjunto de la sociedad para convivir con la racionalidad de las nuevas tecnologías, transformándolas en instrumentos que mejoren la calidad de vida, impulsando la creatividad en el acceso, difusión e innovación científica y tecnológica.
De estos desafíos, Abrile de Vollmer hace derivar las que considera como las nuevas necesidades educativas:
· Adquisición de competencias básicas de apropiación de conocimientos elementales y comunes, imprescindibles para toda la población. Se requieren estrategias relacionadas con la cobertura, como mayor duración de la escolarización e incremento de la obligatoriedad de la Educación Básica, y estrategias relacionadas con la equidad y la calidad, como la homogeneización de los objetivos y los resultados. Este nivel actuaría como compensador de las desigualdades de origen económico y social en tanto garantizaría el acceso equitativo a una educación de calidad para que todos aprendan conocimientos socialmente significativos.
· Dominio de conocimientos y capacidades intermedias, deseables para toda la población. El nivel secundario de educación es reconocido como el que reflejaría con mayor nitidez la tensión en la relación entre educación y economía. Se considera que la aparición de perfiles profesionales nuevos estrechamente vinculados con las nuevas tecnologías y la profunda modificación de los las existentes, demandan al sistema educativo una formación amplia con aprendizajes básicos comunes a diferentes campos, que se anticipen a la eventualidad de la diversificación y a la necesidad de futuras adaptaciones. Al mismo tiempo, se busca una flexibilización curricular que lleve en sí misma los mecanismos de actualización permanente, capaces de incorporar los cambios al ritmo en que se producen en la sociedad. Se entiende que el logro de los objetivos políticos, sociales y económicos de los gobiernos exigiría mantener un equilibrio entre la amplitud y la especialización de la formación impartida. De este modo, se asiste a un doble movimiento: se busca incluir conceptos de la vida laboral en el currículo general y se busca reforzar componentes de formación general en los programas de capacitación.
· Logro de alta capacitación y competencias diferenciales para distintos grupos de la población. Desde el punto de vista de los requerimientos en materia de competitividad, se entiende que la educación superior tendría que asegurar una formación de calidad compatible con las exigencias de desarrollo científico, técnico y profesional, así como de la economía y de la política, que ayuden a los países a insertarse con éxito en el ámbito internacional.
Fue en este contexto que, con la promulgación de la Ley Nacional 24.195 -sancionada el 14 de abril de 1993 y conocida como “Ley Federal de Educación”- la Argentina se enfrentó a un proceso de transformación de su sistema nacional de educación como nunca antes lo había hecho, puesto que:
· Abarcó la totalidad de niveles y componentes del sistema,
· Se pautó por una ley nacional,
· Se unió a otro complejo proceso de transformación estructural, como la transferencia de servicios educativos de la Nación a las Provincias y a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires (Ley 24.049/92).
La aplicación de dicha ley se caracterizó, entre otros rasgos, por:
1. La falta de una clara definición de los fundamentos de las decisiones políticas en materia educativa, evidenciada en:
· La desprolija implementación de la Ley Federal de Educación, que se manifestó particularmente en la Provincia de Buenos Aires en la rápida implementación de ciclos y niveles, sin la preparación adecuada de las personas implicadas ni la garantía de los recursos necesarios; y en el contexto nacional redundó en la fragmentación del sistema educativo argentino en sistemas provinciales insuficientemente articulados en la práctica.
· La poca difusión de los avances de las discusiones respecto de las decisiones curriculares y en torno de la articulación entre ciclos y niveles, del estado del debate respecto de las escuelas técnicas y el 3º ciclo de la EGB, lo que dificulta la planificación estratégica de las acciones de formación inicial[17], y de actualización y perfeccionamiento docente.
· La falta de articulación con las universidades respecto de la función propedéutica[18] de la escolarización media para el ingreso a los estudios superiores, y para la normalización de certificaciones entre los sistemas[19].
· La insuficiencia de las articulaciones con otros sistemas, como los de desarrollo social y salud.
· La falta de financiamiento para la formación en nuevos roles (como supervisores, directores, secretarios, tutores, coordinadores, etc) y funciones (gestión de recursos tecnológicos, de la información, etc); para el desarrollo y mantenimiento de infraestructura edilicia suficiente; para el equipamiento didáctico y para la información.
2. La falta de políticas claras respecto de los perfiles profesionales, que ha redundado en:
· La devaluación de los títulos.
· El fomento de una actitud credencialista, que define las preocupaciones profesionales en torno del aseguramiento de la continuidad laboral antes que en la mejora del propio desempeño.
· La promoción de un mercado de credenciales, que ha producido que se vacíe de contenidos la formación regular y profesional, derivándolos hacia la postitulación.
3. La ruptura de la concepción de la formación docente como formación docente continua, lo que ha provocado :
· La falta de continuidad y sistematicidad de las acciones, que no permite a las instituciones planificar estratégicamente la formación ni a mediano ni a largo plazo.
· El desconocimiento del estado de los debates curriculares, sobre articulaciones intra e inter-sistema, y en torno de las escuelas técnicas y del 3º ciclo de la EGB, así como la insuficiente información estadística y la poca accesibilidad a la existente, todos factores que abonan en el mismo sentido que el punto anterior.
· La asistematicidad de las propuestas de formación, sostenidas en hipótesis aisladas de mejoramiento, fragmentando la formación inicial del perfeccionamiento y la actualización ulteriores.
· La derogación de postítulos específicos, centrados en la formación para los nuevos roles emergentes de la transformación del sistema y de la propia carrera docente, y para las nuevas funciones fruto de tal transformación y de la aplicación pedagógica y para la gestión de la comunicación de las nuevas tecnologías, sin emergencia de otros nuevos en atención a dichas necesidades.
· Falta de diversificación en la organización de las ofertas de formación, con desconocimiento de aquellas que han demostrado su fecundidad sobre todo en la formación para nuevos roles y funciones, como la semi-presencialidad, la presencialidad virtual, y las ofertas a distancia.
· El establecimiento de las prioridades de capacitación con desatención de las necesidades locales e institucionales, siguiendo una lógica de la oferta antes que de la satisfacción de las demandas y las necesidades.
· Falta de consideración de la pauperización de la población docente, y su impacto en las diferentes etapas de la formación y, consecuentemente, en la calidad educativa.
La situación aparece como más compleja si se tiene en cuenta que las exigencias por nuevas competencias docentes, producto de la emergencia de demandas sociales y económicas, de los efectos derivados del desarrollo científico y tecnológico, y de la propia transformación de la estructura del sistema educativo, se dan en el descripto contexto de empeoramiento de las condiciones laborales docentes y de empobrecimiento de una porción importante de la población escolar.
Limitados por las deficiencias propias de su formación, por un sistema que no garantiza la continuidad de la misma a través de la capacitación, la actualización y el perfeccionamiento ulteriores, y por una socialización profesional en la que construyen sus esquemas prácticos de acción en contextos desfavorecedores, estos docentes van configurando unas formas de trabajo difícilmente modificables.
En consecuencia, hablar hoy del modelo educativo argentino es hablar de un modelo fuertemente regido por las normas tradicionales del mundo escolar: la formación se define en términos de programas, de años de escolaridad y de obtención de diplomas. Es hablar de un modelo fuertemente centrado en la adquisición de certificaciones y con una orientación claramente normativa, formadora de ciudadanos heterónomos. Un modelo que ha demostrado un bajo impacto en la configuración de esquemas y conductas relacionadas con los mundos del trabajo y la profesionalidad, fruto de su insuficiencia para lograr promover la apropiación de contenidos socialmente relevantes, y la crítica y el análisis, propios del pensamiento y la actuación autónomos.
Pero, sobre todo, es hablar de un modelo fuertemente fragmentado, en el que es posible advertir dos fenómenos: por un lado, no todos los sujetos en edad escolar participan del sistema educativo, y por otro, la instrucción recibida por quienes sí participan no es homogénea. Es que justamente, el origen social, y en consecuencia, el futuro ocupacional, son los factores que determinan la presencia de los actores en lo que se ha dado en llamar circuitos educativos diferenciados, esto es, un conjunto de subsistemas escolares que brindan calidades educativas diferenciadas, y que no se distinguen entre sí por el hecho de ser de gestión estatal o privada. Y dado que en momentos en que cada vez más sectores acceden a la escolarización, sólo lograrán alcanzar los conocimientos que la educación promete aquellos que puedan permanecer en el sistema por una mayor cantidad de años; la consecuencia lógica es que el retraso en el acceso a los aprendizajes sustantivos perjudica principalmente a aquellos que provienen de los sectores sociales más bajos, ya que pueden permanecer menos tiempo dentro del sistema educativo.
Este proceso de conversión, conocido como mcdonaldización de la escuela, ha sido destacado por diversos autores para referirse a la penetración de los principios que regulan la lógica de funcionamiento de los fast food en espacios cada vez más amplios de la vida social.
Este proceso de mcdonaldización de la escuela se concreta en diferentes planos articulados, que caracterizan las formas dominantes de reestructuración educativa propuestas por las administraciones neoliberales, que tienden a pensar y reestructurar las instituciones educativas bajo el modelo de ciertos patrones productivistas y empresariales, que –como es propio del modelo de Estado Subsidiario- definen un conjunto de estrategias orientadas a transferir la educación de la esfera de los derechos sociales a la esfera del mercado.
Desde esta perspectiva, la crisis de la educación es una crisis de eficiencia, eficacia y productividad, derivada del efecto de la planificación y el centralismo estatal. Sostiene que la excesiva burocratización, el clientelismo, la ausencia de mecanismos de libre elección, la falta de un sistema meritocrático de premios y castigos que estimule la competencia, son la expresión de un sistema que pretende ser igualizante y condena a todos a una progresiva improductividad.
Así es como los Mc Donald’s se constituyen en un buen ejemplo de organización productiva y aportan en consecuencia un buen modelo organizacional.
En primer lugar, porque se considera que los fast food y las escuelas tiene en común el punto de que existen para dar cuenta de dos necesidades fundamentales: en un caso comer y en el otro el ser socializado escolarmente. Lo que unifica a ambas organizaciones es que en ambos la mercancía debe ser producida en forma rápida y según rigurosas normas de control de eficiencia y productividad.
En segundo lugar, los principios que regulan la práctica cotidiana de los Mc Donald’s bien podrían aplicarse a las instituciones escolares que pretenden recorrer la senda de la excelencia: “calidad, servicio, limpieza y precio”. La escuela, pensada y diseñada como una institución de servicios, debe asumir estos principios para alcanzar cierto liderazgo en el mercado.
En tercer lugar, los fast food surgen para responder a una demanda de la sociedad postindustrial: las personas tiene poco tiempo para comer, puesto que su capacidad competitiva se define por su dinamismo y flexibilidad para descubrir y ocupar determinados nichos que se abren a la competencia empresarial, expresando tendencias y necesidades heterogéneas. Las escuelas deben poder definir estrategias competitivas para actuar en el mercado, conquistando nichos que respondan de forma específica a la diversidad existente en las demandas de consumo por educación.
En fin, macdonaldizar la escuela supone pensarla como una institución flexible que debe reaccionar a los estímulos que emite un mercado educacional altamente competitivo. En esta perspectiva, la escuela tiene como función la transmisión de ciertas habilidades y competencias necesarias para que las personas se desempeñen competitivamente en un mercado de trabajo altamente selectivo y cada vez más restringido. La educación escolar debe garantizar funciones de selección, clasificación, y jerarquización de los postulantes a los empleos del futuro. Y esto es justamente lo que no se dice.
Pero hay más: en el fast food, unos se atiborran de comida chatarra, que enferma y desnutre a la vez que simula las redondeces propias de la alimentación; en tanto otros miran, la ñata contra el vidrio, esperando la hora en que se saquen a la calle las sobras, para sentir que en algo participan de un festín al que no han sido invitados. Análogamente, en la escuela...
En esto, en lo que no se habla, es donde reside esta definición de la función social de la escuela. Y semejante desafío sólo puede ser alcanzado en un mercado educativo que sea él mismo una instancia de selección, clasificación y jerarquización.
Este proceso de deterioro de la escuela sólo puede ser considerado en forma relacional. No se trata de un hecho aislado y arbitrario, y por eso sólo puede ser abarcado en el contexto de reestructuración política, económica, jurídica y educacional que está ocurriendo en este capitalismo encabalgado entre finales y principios de dos siglos.
El concepto de riesgo educativo pretende dar cuenta de aquellos segmentos que, estando fuera del sistema escolar, nunca asistieron a la escuela, tienen la primaria incompleta o completa, o en el mejor de los casos, lograron alcanzar los primeros años de la educación secundaria. Se considera que esta población se encuentra en riesgo educativo porque no ha podido apropiarse de los conocimientos, aptitudes y destrezas necesarios para participar en forma plena en la vida ciudadana y en el mercado de trabajo. Lo grave es que estas desigualdades se refuerzan con las disparidades en la calidad de la educación a la que acceden los distintos grupos sociales, por lo que podríamos decir que, en parte, la misma escuela es productora de riesgo educativo.
En los últimos tiempos se ha difundido en ciertos medios académicos latinoamericanos la expresión “transferencia intergeneracional de la pobreza”, como un esquema referencial crucial, articulador entre los fenómenos de índole económica, los cambios en la estructura social y la organización familiar, y la definición de la escuela que hemos descrito. Esta noción apunta a destacar la especificidad de algunos comportamientos demográficos de los estratos carenciados que determinarían la reproducción de la pobreza entre generaciones sucesivas, o sea, la imposibilidad de que los hijos de padres pobres experimenten movilidad social ascendente (dejen de ser pobres). Desde esta óptica, la hipótesis de la “transmisión intergeneracional de la pobreza” constituiría un caso específico de bloqueo de la posibilidad de ascenso social intergeneracional.
Resumiendo, podemos decir que cuando se quiere analizar la herencia social de las tres últimas décadas, el concepto de cohesión social es crucial. Su contracara, la exclusión y la vulnerabilidad social, designan una fuerte crisis de los vínculos y las relaciones ciudadanas fundamentales.
La pérdida de cohesión no sólo comportó el incremento de la desigualdad sino que agudizó la polarización ente los muy pobres y los muy ricos, destruyendo uno de los rasgos más distintivos de nuestro país: la existencia de amplios estratos medios que ayudaban a metabolizar el conflicto social.
También se perdieron otros rasgos valiosos: vastos sectores obreros con inserción laboral estable y niveles de vida modestos pero dignos; altísimos flujos de ascenso social que permitían transitar la vida en términos de un proyecto, y un sistema educativo concebido como motor del mismo; niveles de integración social superiores a los de muchos países periféricos e incluso a los de algunos países centrales. Todas pérdidas que, hoy por hoy, parecen irreparables.
Quienes más sufrieron este despojo fueron las familias de los estratos sociales más débiles y, por vía de consecuencia, los jóvenes de esa extracción. Se trata de las generaciones más recientes -los nacidos durante 1970-2000- que se criaron en la cultura de la exclusión, la pobreza, el hambre, y en el límite, la delincuencia. Para ellas fue imposible percibir su vida como un proyecto personal que trascendiera el aquí y el ahora. Carecieron de un horizonte futuro y apenas tuvieron un presente signado por el subsistir a como dé lugar.
Ahora bien, si en la próxima década lográramos que en nuestro país que se redujeran sustancialmente la desocupación, el trabajo precario y la regresividad de la distribución del ingreso, no por ello estos jóvenes de hoy adoptarían en forma automática los valores propios de una cultura del trabajo y el esfuerzo. Sería ingenuo pensar lo contrario. Por eso el despojo perpetrado durante el ajuste parecería irreversible, apariencia a pesar de la cual podemos abonar a una mejor hipótesis: se trata de una tarea a muy, muy largo plazo. Tarea que a los educadores nos compete.
UNA MIRADA SOBRE NUESTRA SOCIEDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
Comencemos por intentar definir el término ciudadano. La primera dificultad con que nos toparemos es que el mismo es utilizado bajo distintas acepciones. Tanto se alude a él como sinónimo de habitante, cuanto de miembro del pueblo, o como aquel que goza de derechos políticos. Esta última es la acepción más correcta desde nuestro punto de vista constitucional, dado que sólo son ciudadanos aquellos argentinos nativos o naturalizados que gozan del derecho electoral activo y pasivo.
Con excepción de los derechos políticos, y manteniéndonos dentro de este marco normativo, podemos afirmar que todos los hombres que habiten nuestro país gozan tanto de:
· los derechos individuales clásicos: a la libertad, a la libre circulación, a la propiedad, a contratar, a comerciar, etc;
· los derechos sociales, reconocidos a partir de la segunda mitad del siglo XX: al trabajo, a la jornada limitada de trabajo, a la seguridad social, etc;
· los derechos de tercera generación: al medio ambiente equilibrado, a la preservación del patrimonio histórico, a la libre competencia, derechos de los usuarios y consumidores, reconocidos constitucionalmente en la reforma de 1994.
La acepción del término ciudadano en el derecho político es más abarcativa. Alude no sólo a los derechos políticos sino también a aquella persona del pueblo que se preocupa de la cosa pública, esto es, aquel que exige que se cumpla la ley, que se respeten los derechos de todos aunque no se lo afecte en forma directa, que vela por la vigencia efectiva del principio de igualdad ante la ley, que controla a sus representantes, que exige que los funcionarios no tengan privilegios, que la Constitución no sea un mero texto de papel. Además, incluye al que se preocupa por el prójimo, la pobreza, la miseria, las injusticias sociales, y que desde su lugar trabaja, ayuda o colabora para revertir o paliar ese grado de cosas.
En los estados liberales, como pretende ser el que se desprende de nuestra Constitución Argentina, un criterio clásico de ciudadanía comprende dos grandes rubros:
· los derechos civiles: circular, comerciar, casarse, gozar de la propiedad, etc;
· y los derechos políticos: elegir y ser elegido, participar de la cosa pública, peticionar, reclamar, etc.
Durante el siglo XX este criterio de ciudadanía se amplió con la inclusión del derecho al trabajo y de los derechos sociales (acceso a la cobertura de las necesidades básicas para la existencia digna).
A pesar de las definiciones, podemos decir que hoy la ciudadanía argentina está averiada, y este es el centro de la deuda interna, aunque no se trate de un problema nuevo: fue arrasada en los gobiernos de facto, respetada con altibajos en los constitucionales, y con la depresión económica y la crisis política, el quiebre ciudadano se ha acentuado aún más.
Veamos: tal como ya hemos descripto y analizado, en el punto anterior, para la mayoría de las personas es difícil, y aún improbable, conseguir empleo. Para los jóvenes en particular se ha convertido en una tarea que desde el comienzo se siente como imposible.
Por el trabajo no sólo nos proveemos el alimento, la vestimenta y la vivienda que necesitamos, sino también de los medios para nuestra recreación y el acceso a los bienes culturales... El trabajo posibilita el hacer proyectos y el ganar autonomía. Es un derecho porque responde a una necesidad.
Hoy resulta que los jóvenes carecen de trabajo -y, por lo tanto, de dinero y de futuro- a la vez que no se les proponen otras verdaderas opciones legales. Mientras algunos argumentos sostienen que el postergar su inserción en el mercado laboral puede ser una buena oportunidad para que permanezcan en el sistema educativo y logren así mejores posibilidades futuras, lo cierto es que el grupo de los adolescentes en busca de empleo está formado en su gran mayoría por los jóvenes que no han podido sostener el costo económico de su escolarización.
Viviane Forrester, en un trabajo en el que expone un lúcido diagnóstico sobre esta situación a pesar del fatalismo militante de sus conclusiones finales[20], señala que, a la par de esta situación, los valores que se les inculca oficialmente a los jóvenes son únicamente de dos tipos:
los de la moral cívica, vinculada con el trabajo y que, por lo tanto no pueden aplicar,
y los del consumo, a los que no tienen acceso.
Este es el juego perverso al que los sometemos: el de exigirles lo mismo que no les permitimos. Así, el único camino que realmente ofrecemos es el de la ideología cool[21] disfrazada de posmodernidad.
Tratemos de profundizar un poco más en esta problemática. Como hemos visto, en la actualidad, un desempleado no sufre una situación transitoria, ocasional, restringida a cierto sector. Todos los estudios al respecto parecerían indicar que el desempleo no es producto de una crisis que hay que esperar que pase, sino que es señal de una gran mutación: el paso de la civilización occidental, con su cimiento en el trabajo, a una nueva civilización, cuya característica es la supresión de los puestos de trabajo tal como hoy los concebimos.
La primera llevó a la explotación del hombre por el hombre, a la confusión entre el valor de una persona con su utilidad, y la reducción de este concepto al de rentabilidad: valgo tanto cuanto produzco.
La segunda, aún montada en la idea de valor como rentabilidad, está llevándonos a un modelo centrado en la exclusión: si valgo tanto cuanto produzco y no produzco... Razonamiento que podría terminar arrastrándonos a formas de explotación que aún no imaginamos, fundadas en el no-valor de los “inútiles”. Pensemos en la reducción a servidumbre, que si bien es un delito podemos encontrar ejemplos casi a la vuelta de cada casa: en los efectos tangibles de la precarización del trabajo, cuando se trabaja sólo a cambio de cama y comida; en los locales nocturnos donde las prostitutas están bajo un régimen de esclavitud encerradas -con muchas o pocas comodidades- pero sin libertad; en los puestos de trabajo que, por escasos, se permiten especular con sueldos de hambre; en las parejas que engendran hijos seleccionando aquellos cuyos genes garanticen órganos para sus hermanos o ciertas cualidades físicas; en la muerte de jóvenes víctimas de la violencia que según el sector social al que pertenezcan puede desencadenar protestas multitudinarias, indiferencia o hasta justificaciones...
La negación y la exclusión se han sumado a la tradicional desconfianza que los adultos han sentido históricamente frente a los adolescentes: ellos saben bien cuán peligroso es sentarse en grupo en una esquina a comer pizza y tomar cerveza, aunque sean seis los que comparten una única botella, o aún cuando hayan preferido una bebida gaseosa. Ni hablemos de ir a un recital de los Redonditos y acampar durante la noche anterior en las inmediaciones del lugar de encuentro.
¿Cuáles son las características distintivas de este mundo, en el que estos jóvenes construyen hoy su identidad y proyectan su futuro?
Abordaremos aquellas cuyo impacto ha incidido más directamente en la problemática que nos ocupa:
1. Grandes cambios espaciales del siglo xx y que se acrecentarán en el siglo XXI.
2. Cambios en las modalidades de producción, de transmisión y de recepción de lo escrito / La revolución de las TICs.
3. Cambios originados en la búsqueda de solución a los macroproblemas.
4. Cambios en el panorama demográfico argentino.
5. Pérdida de ideales en la sociedad.
1. Grandes cambios espaciales del siglo XX que se acrecentarán durante el siglo XXI
El primer cambio está representado por la expansión urbana, cuyo ritmo más acelerado se verificó en los llamados países del Tercer Mundo. Si bien una de las características más evidentes corresponde a la concentración de la población, es aún mayor el aumento de la superficie ocupada por ciudades, que crece en forma continua. Baste recordar que nuestra tasa de urbanización actual es del 85% y se espera que llegue al 88% hacia el 2025. Esta expansión, al alterar la forma de las ciudades, cambió la noción de ciudad, como consecuencia de la continuidad de la trama urbana que no permite reconocer límites entre una a otra. Es el caso, en nuestro país, de los grandes conurbanos (Bonaerense, de La Plata, de Rosario) en los que la ciudad eje y sus ciudades satélites pasan a formar un único conglomerado urbano, con características propias y distintivas.
El segundo cambio está representado por la expansión de los medios de circulación, comunicación e información. Si bien la expansión de los medios de circulación ha hecho que hoy las personas podamos trasladarnos de un lugar a otro como hace un siglo era impensable, éstos desplazamientos son cada vez menos útiles (recuerde, amigo lector, cómo se suele definir la utilidad actualmente, en su referencia a la rentabilidad). La responsabilidad hay que achacársela a los medios de comunicación que han creado condiciones de instantaneidad tales que han vuelto muchos de estos traslados perfectamente inútiles. Ya hace años que existen empresas para las que una simple oficina de coordinación es suficiente, y no son pocas las instituciones educativas que canalizan buena parte de sus tareas a través del aula virtual, internet o el correo electrónico.
Argentina, a pesar de ser un país fracturado económicamente, conserva su característica rápida adopción de tecnologías comunicacionales y culturales, que se generalizan a vastos sectores de la población, aún aquellos que transitan dificultades económicas. Un ejemplo lo constituye la televisión por cable, al que accede la mitad de los televisores; y se calcula que 2 de cada 10 personas tienen teléfonos celulares y que hay alrededor de 4 millones de usuarios de internet, siendo ambas tendencias que crecen año a año.
Por lo antedicho no es superfluo preguntarse si el desarrollo de estas tecnologías no llevará a la profundización de las desigualdades. Las diferencias que hoy se establecen en la escolaridad y los consumos culturales, en la adquisición de capacidades básicas como leer y escribir y en las destrezas para incorporar la cibercultura, tienden a aumentar la desigualdad de oportunidades. La decisión de revertir estas tendencias corresponde, necesariamente, a la iniciativa política. Volveré sobre esto cuando hablemos sobre la revolución de las TICs.
Tampoco es un juego de imaginación frondosa el preguntarse cómo cambiarán nuestras posibilidades de interacción social a partir de nuevos lugares de encuentro. Aunque a quienes nos hemos criado antes de estos desarrollos nos cueste comprenderlo, no debemos olvidar que en nuestro país, ya en 1.996, se produjo el primer casamiento de una pareja que se conoció a través de Internet. Y los modos de socialización a través de estos soportes virtuales siguen profundizándose. También volveremos a este tema en el punto siguiente.
Un tercer cambio se introdujo a partir de la llamada conquista del espacio, que ha perdido sus connotaciones románticas para volverse práctica. En la era de la rentabilidad, la aventura hubiese resultado demasiado costosa si no hubiese permitido la explotación del espacio como prolongación de la puesta en red del planeta, a través del lanzamiento a órbita de satélites para la comunicación y la observación.
Según el antropólogo Marc Augé[22] estos cambios en la disposición del espacio que se han venido sucediendo durante el siglo XX tienden a lo que denomina deslocalización. Por deslocalización debemos entender cierto fenómeno en el que la tradicional asociación de los conceptos de espacio físico y lugar se ha roto, dando lugar a la consideración de ciertos espacios como no lugares. Así, junto con su concepto de deslocalización, introduce el de los no lugares para caracterizar algunos de los nuevos espacios contemporáneos que no portan ninguna marca de identidad, no constituyen ninguna sociabilidad, ni son portadores de ninguna historia, por lo que son zonas de anonimato y de soledad. Es el caso de los supermercados, las autopistas, los aeropuertos. Aunque también incluye bajo esta denominación a todas las redes que transmiten instantáneamente la imagen, la voz y los mensajes de un lado a otro de la Tierra, podríamos decir, siguiendo su razonamiento, que en este caso sí constituyen lugares, aunque sin el soporte del espacio físico para el encuentro. Podríamos hablar, más precisamente, de lugares virtuales. Las salas de chateo, donde se reúnen habitualmente las mismas personas, que se reconocen y han entablado una relación cargada de afectividad son un buen ejemplo; así como los foros de discusión, los grupos de interés, el aula virtual...
El sociólogo Alain Touraine[23], por su parte, afirma que en realidad vivimos entre dos mundos:
Uno, el de una economía global mundializada, caracterizada por los rasgos que hemos expuesto.
Y frente a él otro mundo, en el que buscamos identidades que se vuelven cada vez más defensivas.
Al tratar de protegernos de las amenazas de la globalización, que nos vuelve anónimos y aislados, terminamos aferrándonos a cualquier grupo que nos permita un sentimiento de pertenencia, sea étnico, religioso, sexual, etáreo, del barrio...
En Argentina, donde tradicionalmente los grupos se integraban a la sociedad total, esto es un fenómeno relativamente nuevo, pero cuyo nacimiento no podemos ignorar. Quizás sea el único modo de entender el afloramiento de ciertos grupos violentos, la aparición de formas activas de segregación y discriminación, de las tribus adolescentes con características bien diferenciadas las unas de las otras y hasta con nombre propio.
La conclusión de Touraine ante esta advertencia, es que se vuelve imprescindible un esfuerzo de rearticulación de una economía social y una política cultural.
2. Cambios en las modalidades de producción, de transmisión y de recepción de lo escrito / La revolución de las TICs
El historiador del libro Henri-Jean Martin afirma que “el libro ya no ejerce más el poder que ha sido suyo, ya no es más el amo de nuestros razonamientos o de nuestros sentimientos frente a los nuevos medios de información y de comunicación de los que a partir de ahora disponemos.’’[24]
Frecuentemente se ha comparado la revolución de las tecnologías digitales con la aparición de la imprenta. Desde Aristóteles, Sócrates y Platón hasta hoy, el cambio principal fue la palabra impresa: la escritura, el libro, la conferencia, el debate. La imprenta de Gütenberg, que transformó a mediados del siglo XV la técnica de reproducción de textos y de producción de libros aunque sin modificar sus estructuras esenciales, cambió nuestra capacidad para mover información y conocimiento a través del tiempo y el espacio.
Es evidente que en la actualidad nos encontramos frente a una revolución mayor. Las tecnologías de la información y la comunicación no sólo presentan un nuevo salto en la forma en que podemos mover y compartir la información y el conocimiento. Con la pantalla el cambio es radical, ya que son los modos de organización, de estructuración y de consulta de lo escrito los que se han modificado.
La revolución del texto electrónico es una revolución de la lectura: se lee linealmente pero también en profundidad, hacia dentro. Surgen nuevas maneras de leer, nuevos usos de lo escrito... y se requieren nuevas técnicas intelectuales.
El texto electrónico permite al lector anotarlo, copiarlo, desmembrarlo, reordenarlo; convertirse en un original coautor. También le permite anular distancias y acceder a prácticamente cualquier libro en cualquier lugar. Algo así como la realización del sueño de la propia Biblioteca de Alejandría, y en casa.
Las tecnologías de la información y la comunicación (TICs) crearon una nueva esfera de la realidad en la cual podemos tratar problemas y desarrollar identidades democráticas más robustecidas.
Cuando hablamos de tecnologías de la información nos referimos al hardware, la computadora, el disco rígido... La tecnología de la comunicación es la capacidad de conectar esas actividades en el tiempo y el espacio. Y la revolución más importante no fue una u otra, sino la alianza entre ambas: las redes web, las comunicaciones y teléfonos celulares, el correo electrónico, por separado no son tan potentes como juntos. Uniéndolos, se configura un nuevo territorio en el cual se desarrollan nuevas actividades o viejas actividades de otro modo; un territorio electrónico en el cual se almacena información, se comparte, y pueden edificarse organizaciones como una escuela virtual o una comunidad virtual que se ocupe de cuestiones relativas a la salud, a la asistencia, ambientales, educativas o de seguridad. Esto sólo es posible cuando se tiene a la tecnología de la información y de la comunicación actuando juntas. Y se produce un espacio electrónico que se suma a los demás existentes y es tan real como el espacio físico.
Son, precisamente, estas tecnologías las que le otorgan el soporte necesario a múltiples comunidades para que se desarrollen. En este caso, cuando hablamos de comunidades, no sólo las pensamos en un espacio físico, sino primordialmente como un grupo de personas que encuentran algo en común, sea que se encuentren en un espacio físico, diseminadas por la ciudad, o por el mundo. Se trata de comunidades de interés, a las que ya me he referido al hablar de los nuevos fenómenos de deslocalización. La revolución tecnológica consiste, propiamente, en la forma en que estas personas utilizan la tecnología de la información y de la comunicación para reunirse, intercambiar y hacer cosas juntos.
Esta revolución nos obliga a reflexionar acerca de sus efectos sobre la definición del espacio público. Así como puede acercar comunidades separadas y desvinculadas, y puede hacer realidad el sueño de la Ilustración, también puede dejar fuera de la participación a vastos sectores de la población para los que la tecnología sólo es el inaccesible juguete de los otros.
En efecto, la tecnología puede reproducir la lógica de la exclusión -la exclusión digital- pero también puede ser utilizada para disminuirla. La incorporación de esta herramienta puede ayudar a recrear la solidaridad, a fortalecer vínculos sociales e inaugurar nuevas formas de ciudadanía, o al menos a ejercer las que existen.
Argentina, como muchos otros países, invirtió grandes cantidades de dinero público para construir telecentros comunitarios, un lugar al que puede ir la comunidad y aprender algunos conocimientos prácticos. Pero la mayoría fueron un fracaso, y no pudieron sostenerse. Y aún allí donde sí funcionaron, no se aprendieron las lecciones para poder llevarlas a otro lado.
Las razones debemos buscarla, por un lado, en que la idea fue mal planeada. Faltó una estrategia que consistiera no sólo en montar un telecentro, sino que partiera de cómo lo usamos para desarrollar los conocimientos y el aprendizaje de una comunidad, y no sólo de un individuo.
Paradójicamente, en esas mismas localidades funcionan cafés con internet -los ya conocidos cibercafés-, que no sólo funcionan mejor, sino que en general son usados por los jóvenes. Claro que los usan para mandar e-mails y chatear, más como entretenimiento que como educación.
Hoy el desafío es abrir telecentros que hagan pensar en la comunidad; que la comunidad entienda que las computadoras no sólo sirven para almacenar y recuperar información, sino que crean un espacio virtual que permite hacer cosas juntos: por ejemplo, mejorar su salud, sus escuelas, sus servicios públicos. Que sirvan de fomento para la formación de redes sociales en las que personas y pequeñas comunidades se escuchen unas a otras e intercambian sus experiencias.
3. Cambios originados en la búsqueda de solución a los macroproblemas
Llamamos macroproblemas a aquellos que afectan y cuya solución que excede los límites de un país o región. En la actualidad podemos encontrar entre estos, principalmente a cuatro, el primero de los cuales es el problema ecológico.
Existe consenso en la comunidad científica en cuanto a que el planeta sufrirá daños irreversibles si no se toman ya medidas drásticas. Cada vez más gente respira aire de segunda calidad y bebe agua contaminada.
Si tenemos en cuenta que, en caso de tomarse las medidas necesarias, el crecimiento económico de los países del Norte se reducirá a la vez que se verá favorecido el desarrollo del Sur, es fácil entender el por qué aparecen reiteradamente en los suplementos económicos de los diarios tantas notas firmadas por economistas internacionales afirmando que el problema del agujero de ozono o de la desaparición de las selvas no son más que exageraciones de antidesarrollistas-antiprogresistas.
Si no se da una urgente solución a la crisis ecológica, el planeta se volverá inhabitable. A pesar de lo cual, en este escenario de política internacional, mesa de negociación mediante, lo más probable es que se opte por una solución intermedia. Solución, en definitiva, a medias.
El segundo macroproblema es el desequilibrio Norte-Sur. El Norte, concentrador de poder, riqueza y cultura. El Sur, de miseria e ignorancia. Y detrás de ello, no sólo una insuficiencia de racionalidad pública asociada con un desfavorable sistema de intercambio con las sociedades desarrolladas, sino sobre todo las relaciones asimétricas -por no decir perversas- entre masa y élite, en la propia sociedad subdesarrollada. Frente a esto, la asistencia internacional a los países más atrasados del Tercer Mundo tiende a ir abandonando su tradicional papel filantrópico por otro más activo, al tratar de orientarse a contribuir a la transformación de los perfiles sociales, lo que, a la larga, transformaría dicho desequilibrio. A esto también contribuirían los efectos enunciados en el párrafo anterior.
Uno de los efectos de estos cambios se relaciona con el crecimiento del llamado tercer sector, formado por organizaciones civiles. Estas organizaciones, formadas por iniciativa de ciudadanos con su propia opinión y sus propios ideales, se posiciona en un lugar diferente al de la antinomia Estado-Mercado. Son organizaciones civiles no gubernamentales y sin fines de lucro que intentan proponer soluciones a los efectos indeseables de un Estado ajustado y un Mercado cada vez más grande, donde los bienes y servicios son provistos por entidades privadas cuyo fin principal es el lucro. Actúan donde el Estado no logra garantizar la cobertura de las necesidades básicas, y a la lógica del mercado no le interesa hacerlo. Parte de este tercer sector son las cooperadoras de nuestras escuelas y hospitales públicos, el trabajo de los voluntarios, la Cruz Roja y Defensa Civil. Son también una oportunidad de agrupación positiva, que aporta a la construcción de la propia identidad, necesidad de la que hemos hablado en párrafos precedentes.
El desajuste entre la acelerada internacionalización del mundo y la inexistencia de instituciones internacionales regulatorias apropiadas es el tercer macroproblema. El complejo proceso de globalización, al que contribuyen muchos otros procesos que hemos venido analizando, contrasta con el pobre nivel de su institucionalización. Las instituciones existentes no alcanzan a responder a los mínimos requerimientos en materia de salud, educación, economía, transportes, comunicaciones, seguridad internacional, promoción del desarrollo y defensa del medio ambiente. Además (o por esta razón, como más le guste al lector) se hallan bajo el control de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, con la consecuente inexistencia de una ordenación equitativa de los intereses comunes de la humanidad. Si esto no se soluciona en lo inmediato, los dos macroproblemas enunciados anteriormente no encontrarán tampoco una vía de solución posible.
El último de los macroproblemas que consideraremos es la pérdida de validez de las creencias y valores tradicionales, sin la emergencia de creencias y valores alternativos apropiados.
El consumismo occidental es vacío, no tiene respuesta para los desafíos y las angustias de la vida y ni siquiera es generalizable a todos, puesto que presupone exclusivismo. La crisis axiológica ha reducido al hombre a su propia emergencia. No pudiendo concretar su proyecto, el hombre se siente privado de su valor, y al quitársele su valor se lo deja sin dignidad.
En Latinoamérica en general, y nuestro país en particular, esta crisis se manifiesta de forma particular. Luego de un largo tiempo de fuerte influencia, la Iglesia Católica ha perdido su poder, y el lugar va siendo ocupado por sectas o pseudoreligiones emergentes. Sin embargo este espacio no es realmente ocupado, sino sólo transitado, ya que a pesar de la fuerte convocatoria que las caracteriza, no llegan a enraizar en la gente. Podríamos hablar de una conducta de deambulación mística, por ponerle algún nombre a este fenómeno cada vez más común de búsqueda espiritual, de exploración de mitos, de ir cambiando de grupo religioso, o de participar simultáneamente en varios cultos, a veces antagónicos.
Al analizar esta problemática, Ernest Gellner[25] -catedrático de Antropología Social en Cambridge- sostiene que en el mundo contemporáneo se dan tres posibilidades básicas en relación con la definición de verdad a la que se adscriba:
· El fundamentalismo religioso, que cree en una única verdad y se cree en posesión de ella,
· el relativismo, que abjura de la idea de verdad única pero que intenta ver cada concepción como si fuese verdadera,
· y el racionalismo ilustrado, que retiene la fe en la exclusividad de la verdad pero no cree que su posesión sea definitiva y por ello sólo mantiene lealtad con ciertas reglas de procedemiento en su búsqueda.
La idea asociada al término de fundamentalismo es clara: que una fe determinada debe sostenerse firmemente, en forma completa, sin reinterpretaciones ni matices. Presupone que el núcleo de una religión es la doctrina –no el ritual- y por lo tanto sostiene la obediencia absoluta del texto escrito. Es por esto que los fundamentalismos se entienden mejor por lo que repudian que por lo que aceptan: muchas veces descubrimos en nuestros adolescentes -y no tanto- esta tendencia por su exagerado rechazo hacia ciertas realidades. Pensemos, por ejemplo, algunas manifestaciones, más o menos violentas, en contra de las minorías sexuales o étnicas, contra el alcohol y el tabaco, la simple asistencia a bailes o fiestas. Sin embargo, es incuestionable que ofrece satisfacción psíquica a muchos, al ofrecer un modelo fuerte de referencia para la construcción de la propia identidad .
El posmodernismo es un movimiento contemporáneo que se ha “puesto de moda”. Las ideas de que todo es un texto, de que el material básico de estos textos es el significado, de que los significados deben ser desconstruídos, de que el concepto de realidad objetiva es sospechoso, forman parte de él. La búsqueda de generalizaciones, al estilo de la Ciencia, se desprecia por positivista, de modo que la teoría queda reducida a un conjunto de meditaciones acerca de la inaccesibilidad del otro y sus significados. Existe una clara inclinación por el relativismo y un franco rechazo por la idea de una verdad única, objetiva, externa. No es la objetividad ingenua y superficial la que se rechaza, sino la objetividad en sí. La denuncia no es contra la objetividad errónea, sino contra el error cognitivo de creer en la objetividad. Claro que en esta caída al precipicio no se desbarranca sólo el conocimiento, sino también la moral. Existe una creencia generalizada acerca de que entre nuestros adolescentes es mucho más frecuente encontrar seguidores de esta vertiente -el relativismo moral- que de la primera, sin embargo se trata de una falacia. A poco de escarbar, detrás de un discurso en el que sostienen que todo está cool, la única lealtad es consigo, todo se justifica por la libertad en las elecciones, nos encontramos con unos verdaderos principistas cada vez que algo los conmueve y compromete.
Por su parte, el racionalismo ilustrado rechaza la absolutización sustantiva característica de los fundamentalismos para absolutizar, en cambio, algunos principios formales -de procedimiento- del conocimiento y de la valoración moral. Sostiene que no hay fuentes o afirmaciones privilegiadas, que todas pueden someterse a examen; que todos los aspectos de la realidad son separables ya que es completamente lícito preguntarse si las combinaciones no podrían haber sido distintas; que si bien las culturas son “mundos de paquetes globales”, la investigación científica exige la atomización de los datos. Por tanto, la estrategia cognitiva que adopta, consistente en la fragmentación de los datos en elementos y su sujeción a leyes generales, sería la estrategia correcta en cualquier mundo.
Una expresión local de este macroproblema es la pérdida de valores en nuestra sociedad, cuestión que abordaremos en el punto 5.
4. Cambios en el panorama demográfico argentino
Volvamos a nuestro país. En primer lugar señalaremos que el ritmo de crecimiento de la población argentina fue relativamente lento durante la segunda mitad de este siglo en comparación con el resto de América Latina, y se espera que siga desacelerándose en el futuro. Para ilustrar esta afirmación recordemos que los 17 millones de habitantes de 1.950 se transformaron en 34 en 1.995, y las especulaciones más optimistas sostienen que llegarán a 46 y 53 en el 2025 y el 2050 respectivamente.
¿A qué se debe esta lentitud en el aumento de la población? La tasa de natalidad viene descendiendo ininterrumpidamente y se espera que se estabilice alrededor del 13-14 por mil alrededor de mediados del siglo XXI. Esto significa que el promedio de hijos será de 2 niños por mujer (el estricto número para asegurar el reemplazo intergeneracional) si adherimos a la hipótesis más optimista, ya que por debajo de este nivel se agudizaría el proceso de envejecimiento de la población, que también se verá incrementado por el decrecimiento de la tasa de mortalidad.
El segundo factor que incide en los cambios demográficos lo constituye justamente este decrecimiento de la tasa de mortalidad, lo que hará que la esperanza de vida al nacimiento sea de 80 años a mediados de siglo.
El envejecimiento demográfico (aumento de la proporción de la población de 60 años o más) es la lógica consecuencia de las dos tendencias que acabamos de señalar, lo que plantea desafíos que no se refieren sólo a los sistemas de previsión social, sino a la infraestructura educativa, sanitaria, habitacional...
Entre los varones jóvenes (15-24 años) seguirá reduciéndose la tasa de actividad y se espera que se prolongue la escolaridad. De hecho, en casi todos los países se está extendiendo la escolaridad obligatoria, y en el caso particular de nuestra provincia de Buenos Aires una de las preocupaciones gira en torno de la posibilidad de garantizar el acceso de todos al Polimodal.
Opuesta a esta tendencia, la participación de las mujeres aumentará hasta concentrar el 49% de los puestos de trabajo (hoy el 41%).
Otro aspecto a tener en cuenta es la distribución de la población en hogares y familias. Puede esperarse que en las próximas tres décadas aumenten notablemente las personas que viven solas, se incrementen los hogares con una mujer como cabeza de familia y se acrecienten los hogares no familiares. Consecuentemente, disminuirán los hogares familiares, así como también su tamaño medio.
5. Pérdida de ideales en la sociedad
Las cuatro notas anteriores nos han llevado –directa o indirectamente- a una pérdida de idealizaciones, a las que vamos a definir como un conjunto de representaciones de la realidad que provocan adhesión afectiva e identificación, por lo que tienen una importancia capital en el desarrollo de la identidad, al aportar a la constitución de la dimensión ética de la persona.
Podemos esquematizar estas pérdidas en las siguientes evidencias:
· Bajas expectativas respecto de los beneficios que podemos esperar del futuro, lo que constituye un quiebre profundo con lo que sucedía hace apenas una generación atrás, cuando se confiaba en el logro de un progreso tanto individual como social, que inevitablemente iba a llegar. Esta pérdida de confianza en lo que está por venir es fuertemente desmotivadora, ya que al no garantizar la obtención de algún beneficio del propio sacrificio, le quita fuerza a todo proyecto y deslegitima los argumentos a favor del esfuerzo. Los docentes tenemos ejemplos diarios de esto en cada grupo de clase que atendemos. Y, por supuesto, no es algo que deba restringirse a los adolescentes, sino que podemos observarlo entre nuestros compañeros de trabajo o en cualquier grupo al que tengamos acceso.
· La pérdida de los modelos adultos está íntimamente relacionada, por un lado, con la exposición a través de los medios masivos de comunicación de la debilidad privada de los referentes sociales, y por otro, con la manifestación de la impotencia para el desarrollo de los propios proyectos de vida por parte de los adultos más cercanos. Una característica muy fuertemente arraigada en los argentinos es la de la queja: a todos nos va mal, y a los que les va bien, les va mucho peor de lo que les gustaría y consideran que se merecen. Esto va erosionando las esperanzas de los jóvenes bajo nuestro cuidado, como una gota que a la larga rompe la piedra. Así es como se va realimentando la tendencia a una lectura escéptica de la realidad, basada en la consideración exclusiva de las experiencias de sufrimiento y fracaso. Lo más grave no es la pérdida de modelos, sino que cuando no hay modelos cualquiera puede serlo. Es el caso de los ídolos, categoría en la que puede entrar cualquiera que obtenga el máximo de beneficios con el mínimo esfuerzo, y que conllevan en sí el riesgo de producir identificaciones que amenacen la construcción de una identidad sana.
Es por esto que, cuando se intentan analizar los modos por los cuales los adolescentes construyen su identidad, es necesario hacer referencia al papel que en este proceso cumplimos los adultos, como portadores y transmisores de idealizaciones.
Tradicionalmente, los adultos hemos sido los referentes de los adolescentes al ofrecerles una imagen deseada como personas y proyectos de vida, que se constituían en los modelos que ayudaban a configurar el desarrollo de su identidad. Les proveíamos el “hacia dónde” ir y dirigir sus esfuerzos y aspiraciones. El problema es que hoy no somos ni nos sentimos capaces de ofrecer –como sociedad, como grupo de adultos- una imagen deseada. Los adolescentes tienen dificultades para encontrar en la sociedad adulta referentes válidos, y esta dificultad es un obstáculo para la construcción de su identidad.
Para poder profundizar sobre este punto, comenzaremos por recordar la existencia de una doble estructuración de la personalidad.
Una primera personalidad, que se construye durante la primera infancia, particularmente a través de las identificaciones con los padres y del conflicto edípico, por lo que implica el inconsciente freudiano. A partir de esta personalidad psicofamiliar, y durante toda la vida, el individuo hará proyecciones en el campo de lo social, de modo tal que en su inconsciente la sociedad será vivida por él como una familia, los superiores jerárquicos como padres, y la transgresión a la autoridad como fuente de culpabilización.
Al lado de esta personalidad, existe otra, la llamada personalidad psicosocial, que se desarrolla a partir del ejercicio de la apropiación del propio acto.
¿Qué significa esto ? La socialización es la internalización de las normas y los valores de una sociedad por parte de los jóvenes. Los sociólogos tendieron frecuentemente a explicarla como un fenómeno mecánico en el cual la sociedad juega el papel activo, y los individuos el pasivo. Los etnólogos tampoco tuvieron en cuenta al sujeto individual, ya que describieron una socialización en la que los jóvenes internalizan una realidad no objetiva sino ya transfigurada por las fantasías, los deseos y temores de quienes los precedieron. La Psicología, por su parte, nos ha enseñado cómo se producen las relaciones de internalización entre una generación y otra a través de procesos de identificación, que nacen de los vínculos intrafamiliares, y se extiende luego a los otros adultos, sobre todo en la escuela.
Pero junto con éste existe otro modo de socialización, en el que la relación con la realidad se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos, y que sólo funciona si se desarrolla dentro de un marco social. Generalmente se da dentro de pequeños grupos, como el grupo de clase, la barra, o la tribu. Este tipo de agrupamientos crea las condiciones de posibilidad para que los adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y decisiones, al no sentir la mediación de la autoridad de los adultos. Este protagonismo es el que les permite inaugurar el sentimiento de autoría, de ser dueños de sus elecciones y los actos que conllevan. A este proceso se denomina apropiación del propio acto.
Según Gerard Mendel[26], este proceso se funda en la existencia de una fuerza antropológica que nos hace considerar a nuestros actos como una continuidad de nuestro ser, lo que explicaría la necesidad de reapropiarnos de esos actos que se ‘nos escapan’.
Justamente lo opuesto a este movimiento de apropiación del acto es la fuerza tradicional de la autoridad que, por pertenecer a los adultos, vincula a ellos la legitimidad del acto.
Cuando la autoridad de los adultos disminuye, es cuando los jóvenes comienzan a vislumbrar que el mundo pertenece a todos los que lo hacen, y no solamente a unos pocos privilegiados. Esto demuestra que, de algún modo, hay una relación antagónica entre autoridad heterónoma y actopoder[27] , aunque ninguno de los términos puede eliminar al otro.
En la actualidad, el adolescente que vive en el medio urbano tiene carencias respecto de las dos formas de socialización, no por la pobreza de oportunidades, sino por estar estimulado por un gran número de informaciones, a veces contradictorias. Vive en un mundo que no le permite descubrir sus recursos y posibilidades, lo que termina originando una brecha entre su inteligencia crítica y la falta de confianza sobre su propia capacidad para arreglárselas solo. Salvo en aquellos que practican una activa cooperación, por ejemplo a través de la participación en deportes colectivos, el sentimiento de inseguridad señala la falta de adquisición de autonomía.
En síntesis, para el adolescente hay dos formas de estar en el mundo: por un lado, las relaciones interpersonales con los adultos y las instituciones, necesarias y sucesoras de las identificaciones parentales; y otra por la cual puede apropiarse de su propio acto, a través de una apropiación colectiva con su grupo de pares.
Cuando unos párrafos atrás nos abocamos a los modos por los cuales los adolescentes construyen su identidad, hice una muy breve referencia al papel que en este proceso cumplimos los adultos, como portadores y transmisores de idealizaciones. Y al definirlas, destacamos su importancia para la constitución de la dimensión ética de la persona, que está conformada por dos elementos: la conciencia moral y el ideal del yo.
Llamaremos conciencia moral a aquella que se forma a partir de la apropiación de un sistema de normas, por la asimilación de las reglas y prohibiciones, “los no” que ha ido incorporando desde sus primeros contactos con los padres y los adultos con quienes se ha ido vinculando a lo largo de su vida, para luego ir incorporando y asumiendo otras normas de conducta más propiamente relacionadas con la vida social que con la familiar. La conciencia moral nace a partir de las prohibiciones y sanciones, con el propósito de regular la conducta autónoma dentro de cánones socialmente aceptables. Sin embargo, es insuficiente para el desarrollo ético de la persona. Bien sabemos que no se llega a ser bueno simplemente por no hacer cosas malas.
Aquí es donde entra en consideración el segundo elemento: el ideal del yo, que se relaciona con una imagen idealizada de aquello que sentimos que estamos llamados a ser como personas. Es una imagen directriz, ya que orienta y motiva la conducta, al proporcionarnos un proyecto de vida, un hacia dónde ir.
Es en el desarrollo del ideal del yo donde juegan su papel los modelos –de persona y de proyectos de vida- que hemos ido incorporando en el contacto con los adultos. Menudo problema el que se le presenta hoy a los adolescentes cuando se encuentran con una sociedad de adultos que no se siente capaz de proponerse como referente válido a imitar y con la cual identificarse.
Nuestro papel como docentes es más que difícil en este contexto. ¿Por dónde comenzar?
En primer lugar, tomando conciencia de que formamos parte de una institución con una tradición fuertemente idealizadora, en una sociedad que atraviesa una profunda crisis de ideales. Si nos mantenemos en el lugar de perfección que se solía asignar al docente, más que un modelo a seguir nos convertiremos en un modelo inquisidor, que los condene a un fuerte sentimiento de impotencia desde una postura omnipotente. Hoy ser ejemplar no equivale a ser perfecto, sino a ser una persona íntegra, con sentimientos, conflictos, problemas... pero de pie y en lucha.
En segundo lugar, debemos abandonar la posición de críticos que como adultos asumimos frente a los ídolos de los adolescentes, y preguntarnos qué tenemos para aprender de ellos. Sería interesante dejar de subestimarlos y comenzar a indagar qué es lo que les provocan, qué valores les proponen, desde qué códigos lingüísticos y estéticos... para poder ayudar eficazmente a nuestros chicos a construir los recursos internos que los alejen del riesgo de las identificaciones peligrosas, proponiéndoles otros modelos, más sanos, de encarnación de esos mismos valores con los que se identifican.
En tercer lugar, debemos tomar conciencia de que la única manera que tienen nuestros alumnos de incorporar los instrumentos que les permitan rechazar una aceptación pasiva y sumisa de los ídolos, a la vez que proponerse modelos más enriquecedores, es desarrollando su capacidad crítica y promoviendo su autonomía. Claro que para eso tendremos que interrogarnos acerca de cuál es el sentido de la vida, y esta quizás sea una cuestión que aún nosotros mismos tengamos pendiente. Hacia aquí deben estar dirigidos nuestros esfuerzos.
UNA MIRADA SOBRE EL DESARROLLO
DEL JUICIO MORAL
Algunas derivaciones pedagógicas
El desarrollo de la capacidad de juicio moral es actualmente uno de los tópicos centrales de la Psicología Cognitiva.
La palabra moral deriva del vocablo latino mores, que alude a la costumbre o tradiciones.
Cuando observamos los esfuerzos que hace el niño pequeño para adecuarse tempranamente a las pautas de conducta que se acostumbran en el medio al que pertenece, lo primero que pensamos es en su deseo de evitar castigos. Sin embargo, no podemos negar la existencia de otros motivos para actuar como lo hace: cuando toma la escoba para ayudar en la limpieza de la casa, o le alcanza los zapatos a su papá que se prepara para salir, o... es indudable que hay algo más moviendo su conducta que la simple evitación de un castigo.
Al hablar del desarrollo moral, como ya adelantamos, estamos haciendo referencia a dos elementos de la moralidad que son indisolubles, inseparables. El primer elemento, la conciencia moral, reúne todas las prohibiciones: comprende toda conducta que debe ser evitada, aprendizaje que se da fundamentalmente a través de la experiencia del castigo: una reprimenda, una mirada de reprobación, una penitencia...
Si toda la moralidad se resolviera en la conciencia moral, el ser buenos equivaldría, simplemente, a no ser malos. Nuestra conducta, por lo tanto, se orientaría a evitar lo que está prohibido. Pero ¿qué es lo que nos impulsa a preferir actuar de un determinado modo, juzgándolo como el mejor? Es necesario un segundo elemento, el ideal del yo, que es el que comprende la imagen que cada uno tiene de aquel que quiere llegar a ser, imagen que hemos ido fortaleciendo a través de la experiencia de ser premiados: cuando nos dieron una mirada de aprobación o una sonrisa, cuando manifestaron sentirse orgullosos de nosotros o nos felicitaron, cuando fomentaron una acción, cuando nos sentimos orgullosos por la obtención de un logro por el que nos esforzamos... Esta imagen ideal se convierte en nuestra imagen directriz: toda conducta la tomará en referencia, según nos acerque o nos aleje de aquello que sentimos que estamos llamados a ser. Es la zona moral que se relaciona más directamente con la autoestima: cuanto mayor sea nuestra autoestima, mayor será nuestro ideal del yo... Como se imaginará, muchos problemas de conducta se relacionan, más que con una deficiente conciencia moral, con un pobre ideal del yo.
Así, a partir de un interjuego de conductas, más la internalización de los castigos y recompensas se irá configurando el código moral, al que definiremos como el conjunto interiorizado de normas. A medida que se vayan desarrollando las cogniciones, conductas y emociones asociadas a situaciones morales, irán formulándose y replanteándose esas reglas iniciales, en una constante construcción.
Las investigaciones de Piaget sobre el desarrollo moral del niño[28] siguen siendo el trabajo más sistemático al respecto, y sin dudas el más citado.
Jean Piaget estudió el juicio moral en relación con la inteligencia, y descubrió en el desarrollo moral la misma regularidad identificada en la génesis de las categorías del pensamiento científico.
Pudo observar que en una primera etapa, que se extiende aproximadamente hasta los 10 años, la centración es rígida. Es una etapa egocéntrica en las cual las normas son consideradas sagradas e intangibles. Se trata de una moral de la heteronomía, caracterizada por el hecho de que el niño piensa la conducta en función de las consecuencias e identifica la buena acción con la conformidad a las reglas adultas. Conductas típicas son justificar la legitimidad de los actos con la expresión “porque mi mamá lo dice” o creer que es más grave haber roto un objeto por accidente que desobedecer jugando con algo no permitido si no hubo malas consecuencias.
Con la descentración llegará la moral de la autonomía, la cooperación y la reciprocidad, caracterizada por la comprensión de la conducta moral como un complejo de intencionalidad-consecuencias y por el reconocimiento de las reglas como convenciones racionales desarrolladas para la consecución de los objetivos.
Para Piaget este criterio de moralidad emerge del consenso social como resultado de la opinión de la mayoría; y es por la cooperación[29] que el sujeto ya no está rígidamente centrado en sí mismo y es capaz de coordinar valores.
Para investigar la génesis de las cogniciones de los niños respecto de los conceptos de lo correcto y lo incorrecto, los observó en situaciones de juego. Fue así como logró identificar cuatro fases:
1ª FASE (hasta los 3 años aproximadamente): los niños se concentran en simples actividades libres, sin preocuparse por la existencia de reglas. Si reconocen algún límite, únicamente será el de los esquemas que han desarrollado hasta el momento, o sea, el límite está asociado a aquello que son capaces de hacer. Para ellos, no existe el “puedo, pero no debo” sino sólo el “puedo o no puedo”, entendiendo el puedo como capacidad para hacer: puedo saltar, pero no con un solo pie; no puedo treparme a la mesa, y no porque sea incorrecto sino porque no llego... pero sí puedo treparme a la silla... y de allí a la mesa. ¡Ahora puedo!
2ª FASE (desde los 3 a los 5 años): juegan imitando los modelos de los adultos. Ya reconocen la existencia de reglas, que caracterizan como lo más importante, por lo que las consideran fijas e inalterables. A pesar de esta alta consideración, como consideración de su egocentrismo suelen concentrarse en una de las reglas e ignorar el resto (por supuesto, se concentrarán en la que les conviene), y no es extraño que a lo largo de un juego vaya cambiando la regla considerada. Supongamos, por ejemplo, que están jugando a los palitos chinos. Saben que si al levantar un palito mueven el resto, deben dejar el turno, por lo que controlan con sumo cuidado que nadie mueva los palitos al jugar. Pero, al tener que dejar ellos mismos el lugar a otro jugador por moverlos, insisten en quedarse con el palito que estaban intentando sacar “porque ya lo agarré”. Otro ejemplo típico aparece en la escuela cuando se trabaja la noción de clasificación: comienzan agrupando cuadrados, pero luego de tomar tres cambian repentinamente el criterio y, como el último cuadrado elegido es azul, continúan seleccionando figuras azules sin importar cuáles sean... hasta que vuelven a cambiar el criterio y, como la última figura azul era un círculo, siguen con los círculos. Al final, su colección queda conformada por una hilera compuesta por: un cuadrado amarillo, un cuadrado rojo, un cuadrado azul, un triángulo azul, un rectángulo azul, un círculo azul, un círculo rojo, un círculo amarillo.
En estas dos primeras fases, al evaluar la moralidad de los actos, los niños prestan poca atención al motivo que subyace a la conducta, a la que juzgan por sus consecuencias y no por sus intenciones. Para ellos es más grave romper una pila de platos mientras se ayuda a mamá a lavarlos, que romper uno solo al treparse a la mesa sin permiso para jugar sobre ella. Por eso es muy importante ser especialmente prudente con niños de estas edades al decidir qué castigo corresponde ante una transgresión: ellos juzgarán la gravedad del hecho en función de la gravedad del castigo. Si somos arbitrarios o poco reflexivos, (castigando unas veces lo que pasamos por alto otras, o castigando fuertemente pequeñas faltas mientras somos débiles ante otras más graves) quizás estemos reforzando mensajes que no son los que queremos transmitir.
Esta tendencia a considerar el castigo como estrictamente proporcional a la falta cometida, sin importar otros factores, conlleva un modo particular de entender el significado de la sanción: como sanción expiatoria. A este cuidado debemos sumarle el hecho de que tienden a considerar buenas o justas todas las recompensas y castigos que les imponen las personas que tienen autoridad sobre ellos, justamente por provenir de la autoridad, lo que nos obliga no sólo a ser coherentes en nuestras conductas, sino con los otros adultos que obran como referentes.
3ª FASE (hacia los 7/8 años, hasta los 11/12): respetan las reglas pero desconocen su fundamento. Si se les pregunta el por qué de una regla, suelen contestar que “porque así lo dicen las reglas”. Son capaces de comprender que pueden establecerse excepciones mediante acuerdos, pero es difícil que lo logren ya que, puestos a negociar, sólo aceptarán cambiarlas cuando consideren que el cambio les permitirá obtener claras ventajas. A esta edad expresan una fuerte insistencia en la igualdad para todos respecto de los premios y castigos, a tal punto que les cuesta considerar las circunstancias. Por ejemplo, no aceptarán de buenas ganas que la maestra califique de modo diferente dos trabajos iguales –o con la misma calificación trabajos diferentes- aunque reconozcan que a su compañero le costó mucho más esfuerzo que a él llegar a ese resultado.
4ª FASE (desde los 11/12 años hasta el fin de la adolescencia): consideran a las reglas como guías establecidas de acción, que, por lo tanto, pueden ser cambiadas y acordadas. Por ello podemos afirmar que tienen una actitud relativista respecto del establecimiento de las reglas y el acuerdo sobre sus cambios, pero una vez que están establecidas, observan un riguroso respeto por ellas. Hacia esta edad moderan su demanda de igualdad ante premios y castigos, ya que son más partidarios de la equidad, que implica un igualitarismo relativista al tener en cuenta las intenciones y las circunstancias.
Durante estas dos últimas fases, comienzan a pensar en el motivo por el cual actúa una persona, y son capaces de sopesar las circunstancias. Si bien es cierto que estas dos nuevas variables (intención y circunstancias) van cobrando mayor importancia cuanto mayor es la edad, como resultado de investigaciones más recientes podemos afirmar que su consideración aparece a edades más tempranas que las que fija Piaget (en niños de la 2º FASE). Este cambio de criterio en la evaluación de la moralidad de los actos, desde la consecuencia hacia la consideración de la intencionalidad y las circunstancias, es un importante avance hacia la autonomía moral, y posibilitará la consideración de que no es necesario ser vigilado para comportarse adecuadamente, como no es necesario ser descubierto para saber que se actuó mal. Podemos afirmar, entonces, que se considera la sanción por reciprocidad, esto es, se hace hincapié en la justicia y en la necesidad de reparar la falta más que en la de ser castigado.
Por su parte, Kohlberg, quien continuó, extendió y precisó estos análisis de Piaget, describe esta génesis mediante una secuencia de seis estadios, agrupados en tres niveles en relación con los estadios de desarrollo cognitivo y la capacidad de asunción de roles:
1. NIVEL PRECONVENCIONAL: el individuo juzga el aspecto moral de la conducta en términos de magnitud de las consecuencias concretas, figuras de autoridad y reglas establecidas.
· Estadio 1: moralidad heterónoma, punto de vista egocéntrico, obediencia a la regla para evitar el castigo.
· Estadio 2: individualismo, igualdad pragmática en los intercambios (si yo te doy uno, vos me tenés que dar uno, no importa si estamos intercambiando bolitas por caramelos)
2. NIVEL CONVENCIONAL: el sujeto responde desde la perspectiva de un miembro de la sociedad, en conformidad y lealtad con los grupos sociales.
· Estadio 3: conformidad a las expectativas sociales, orientación de “buen niño” para impedir la desaprobación ajena.
· Estadio 4: ley y orden para evitar el castigo de las autoridades legítimas.
3. NIVEL POSTCONVENCIONAL: es el nivel cuya existencia es más cuestionada por los psicólogos. El individuo enfoca el problema moral desde una perspectiva superior a la sociedad.
· Estadio 5: contrato social para el bienestar de la comunidad.
· Estadio 6: principios éticos universales.
Varios autores acuerdan en que el modelo de Kohlberg es la teoría moral más prominente en Psicología. Sin embargo, diversas contrastaciones empíricas en distintas culturas no lo han confirmado, ya que sin duda hay una conceptualización del orden no ajena al medio ideológico-cultural al que Kohlberg pertenece. En general, frente a las respuestas de los sujetos en las que basó su investigación, hay una fuerte dosis de interpretación de tipo positivista-conductista, en el sentido de que el hombre se mueve por necesidades básicamente biológicas y biosociales, y que no hay otra instancia natural.
Ante las críticas, el mismo Kohlberg admitió la posible regresión en los estadios, y que casi nunca se descubre una persona de estadio 6. Quizás irónicamente, llegó a afirmar ser él mismo la única persona que conocía en dicho estadio.
Asumió que el desarrollo moral puede ser caracterizado en términos puramente formales, como una cuestión de competencia de razonamiento de valores neutros. Sostuvo la existencia de un modo racional de elegir entre los principios éticos últimos, pero no para preferir uno a otro (por ejemplo, no existiría razón por la cual preferir la justicia a la utilidad).
En un interesante trabajo sobre las características del pensamiento del niño en situaciones sociales, Selman[30] se concentra en la explicación del proceso que permite el pasaje del nivel preconvencional al convencional.
Tal proceso implica cuatro etapas bien diferenciadas:
I. Al principio, los niños no hacen distinciones entre sus ideas y percepciones y las de los demás.
II. Luego, comienzan a diferenciar entre sus pensamientos y los de los otros, pero no se esfuerzan por comprenderlos ni tenerlos en cuenta.
III. Más tarde, intentan explicar cómo se sienten los demás, pero al hacerlo suponen que sus propios sentimientos pertenecen al otro (creen que existe una semejanza de intereses e inquietudes ajenos con los de él).
IV. Hacia los 6 años, comprenden que los otros tienen ideas y puntos de vista que pueden ser iguales o diferentes a los propios, con el mismo o distinto fundamento lógico. Esta posibilidad marca el punto de pasaje del nivel preconvencional al nivel convencional en el desarrollo de la moral.
Si seguimos esta explicación, es claro que los docentes, durante los primeros años de la escolaridad básica o aún en el nivel inicial, podemos facilitar este pasaje en nuestros alumnos a través de la realización de juegos de roles en los que les posibilitemos experimentar el lugar del otro:
· Jugar a que somos el otro (la mamá, la maestra, el profesor, el policía, mi compañero, un vecino...)
· Tratar de “adivinar” qué haría el otro –o cómo se sentiría- en una determinada situación (¿qué haría mamá si me pidiera que la ayudara a ordenar la casa, y yo me negara? ¿qué haría mi vecino si accidentalmente rompiera su vidrio con mi pelota? ¿qué esperaría él que yo hiciera al respecto? ¿cómo creo que se siente mi compañero cuando lo excluimos del juego porque no es tan habilidoso?)
· Representar situaciones, intercambiando roles (use aquí su imaginación para promover todas las dramatizaciones que sean posibles),
· Hipotetizar acerca de las intenciones e intereses de los otros frente a una situación dada (¿por qué creés que en “tal” escuela no permiten correr en el patio durante los recreos? ¿por qué mamá no los deja cruzar la calle solos, o viajar en colectivo, o...? ¿por qué “Fulanita” ocultó que había sido ella quien perdió el lápiz de “Menganito”?)
Etc.[31]
Estos estudios han permitido el desarrollo de innumerables investigaciones posteriores acerca del desarrollo de la sociabilidad y de las nociones morales en los niños. Las principales conclusiones a las que se ha llegado en los trabajos recientes pueden resumirse en los siguientes puntos:
· El desarrollo de las habilidades necesarias para asumir roles recíprocos y para recordar y contar historias guarda una relación directa con el desarrollo de los juicios morales convencionales. Así, los niños que demuestran poca habilidad para recordar y contar historias suelen estar en el nivel preconvencional del desarrollo moral. En consecuencia, podemos averiguar el nivel del desarrollo moral de nuestros alumnos mediante una actividad sencilla: individualmente, se les muestra a cada uno una secuencia de láminas con un orden lógico y se les pide que cuenten la historia que representa. En un segundo momento, se retiran las láminas que permiten identificar la relación causa-efecto y se los interroga acerca de qué historia suponen que contaría un compañero al que se le mostrara la nueva serie. La habilidad para contar una nueva historia, prescindiendo de los conectores eliminados y poniéndose en el lugar del otro al asumir un nuevo punto de vista, es indicativo del nivel convencional en el desarrollo moral. Corolario: como ya afirmamos unas líneas más antes, podemos estimular este desarrollo mediante ejercicios de representación de roles, que les permitirán dirigir su atención hacia los sentimientos de los otros.
· Todas las investigaciones sobre altruismo (el interés aprendido y no egoísta por el bienestar de otras personas, aún a expensas de uno mismo) revelan que la conducta de los adultos influye en gran medida en la generosidad de los niños:
1. los niños tienden a repetir los modelos de generosidad o mezquindad que reciben de los adultos que los rodean;
2. cuando han recibido modelos de comportamiento mezquino, una felicitación por haber sido generosos se constituye en un importante estímulo para reforzar esta conducta. Pero cuando han recibido modelos de comportamiento generoso, la felicitación no parece surtir el mismo efecto (la influencia predominante es la del modelo positivo);
3. sin embargo, cuando un niño que ha recibido modelos mezquinos recibe una felicitación por su generosidad por parte de esos adultos-modelo, tiende a inhibir la conducta en lugar de reforzarla, lo que indica una temprana susceptibilidad ante la hipocresía;
4. estas observaciones se constataron independientemente de la edad de los niños testeados, y nos permiten concluir que el factor más importante para fomentar conductas morales es la presencia, justamente, de buenos modelos de conducta moral.
· Existe una alta correlación entre la conducta honesta y la autoestima. Cuanto mayor es la expectativa que tienen los niños de tener éxito en sus logros futuros, y cuánto más los adjudican a su propio esfuerzo (y no, por ejemplo, a la suerte o la buena voluntad de los demás para favorecerlos) menos tendencia tienen a hacer trampas (en el juego, en los exámenes, en la veracidad de lo que afirman). En consecuencia, para el desarrollo de la conducta honesta es imprescindible el fomento de una buena imagen de sí mismo. Para ello los docentes podemos colaborar proponiéndoles tareas de complejidad creciente, que supongan siempre un reto (que no sean tan fáciles que no conlleven algún esfuerzo), pero que se trate de un reto abordable (que no sean tan difíciles que los condenen necesariamente al fracaso). Son también útiles las actividades de autoevaluación, ya que les permite constatar sus propios avances (y así reforzar sus expectativas de éxito) y relacionarlos con su esfuerzo.
· Se advierte una relación directa, e independiente de la edad, entre las emociones negativas (enfado, tristeza, incomodidad...) y la agresividad manifiesta. El mejor modo de disminuir la agresividad en nuestras escuelas es crear un ambiente de trabajo agradable y un clima distendido, ya que las emociones negativas y la agresividad inauguran un círculo vicioso de gravedad creciente que es difícil de romper.
Y dos últimas conclusiones para reflexionar:
· Es más probable que una persona ayude a otra –esto es, que manifieste conductas solidarias- cuando sus propias necesidades están satisfechas. La insatisfacción (sea de necesidad de alimento, abrigo, seguridad, afecto, de conocimiento...) obstaculiza el reconocimiento de las necesidades de los demás.
· Los niños que han sido sobreprotegidos para evitarles experiencias normales de tensión, tienden a ser menos generosos.
Estas conclusiones se inscriben dentro de la tradición conocida como Narrativa, desde la que suele afirmarse que es necesario crear una comunidad moral en la clase, ayudando a los estudiantes a conocerse unos a otros, enseñándoles a respetarse, cuidarse mutuamente, desarrollar sentimientos de pertenencia al grupo y responsabilidad, recuperar una adecuada disciplina como elemento para el crecimiento moral. En consecuencia, se busca enseñar los valores a través del currículum, fomentando el aprendizaje cooperativo, y subrayando el valor del trabajo.
La Narrativa es un esquema por el cual los seres humanos dan significado a su propia experiencia de la temporalidad y las acciones personales. Provee un marco para entender los hechos pasados en la vida de uno y para planear las acciones futuras. Es el esquema primario por medio del cual la existencia humana adquiere significado.
Con una larga tradición en educación moral, ha recibido influencias de las teorías literarias recientes, las aproximaciones hermenéuticas a las Ciencias Sociales, y las críticas a las psicologías del desarrollo.
Se sostiene que la narrativa es central tanto para el estudio como para la enseñanza de la moralidad, a partir del supuesto de que los individuos dan significado a sus experiencias de vida y representan sus decisiones morales a través de formas narrativas. Este reconocimiento de la autoría de las elecciones, acciones y sentimientos morales marcaría el punto final del desarrollo de la sensibilidad moral, ya que los individuos se desarrollan moralmente poseyendo la autoría de sus propias historias morales y aprendiendo las lecciones morales en historias que cuentan acerca de sus propias experiencias. Este proceso de desarrollo de la autoría de sus historias y experiencias coincide con el que habíamos denominado apropiación del propio acto.
Y es que justamente ambas vertientes coinciden en que el grupo de clase es el lugar privilegiado para el desarrollo de la personalidad psicosocial, La influencia que ejerce el grupo sobre los alumnos suele manifestarse tanto en los procesos de imitación que permiten una homogeneización interna a la vez que una diferenciación externa (lo que los hace sentirse iguales entre ellos y diferentes a los demás, y con ello profundizar el sentimiento de pertenencia al grupo –o exclusión en quienes no lo logran-), como en los fenómenos de contagio emocional, y en los procesos de control, de modo tal que el grupo se convierte en el marco de referencia valorativo.
Más específicamente centrada en la búsqueda de una caracterización de la capacidad de juicio moral de los adolescentes, aplicable a nuestra realidad actual, la investigadora argentina Hilda Difabio – del CIAFIC[32]- realizó un trabajo sobre la naturaleza del juicio moral[33], intentando superar las ya señaladas objeciones a Kohlberg.
Según Difabio, en el púber y el adolescente se constata la exigencia de un fundamento absoluto y no sólo un criterio moral fundado en la reciprocidad formal. Sin embargo llama la atención sobre el hecho de que el adolescente de hoy parece manifestar una cierta incoherencia moral, puesto que si bien se inclina por los principios absolutos (una característica propia de la naciente universalización del pensamiento) evidencia una inconsecuencia entre el juicio moral sobre el acto singular y los principios de los cuales parecería derivarse.
Esta incoherencia moral remite a causas complejas:
· El relativismo filosófico que deriva de una ética de situación que niega un orden normativo objetivo.
· La peculiaridad del juicio moral que no depende sólo de la inteligencia, sino que requiere de la rectitud de la voluntad.
La hipótesis de su investigación es que hay más capacidad de juicio práctico frente a situaciones concretas en los sujetos que han recibido una formación doctrinal universal[34]. Pretende investigar la adecuación del acto durante la deliberación y la relación entre la conducta y un valor.
Parte de la afirmación de que el acto humano es siempre sobre lo singular y contingente, sobre la zona de lo operable que es variable e incierta, con posibilidades indeterminadas. Esto hace que conocer lo que se debe hacer en cada situación –compleja y particular- sea difícil, por lo que se impone la necesidad de la deliberación como antecedente del juicio moral, en el que se ponen en relación tres elementos:
· El fin intentado
· El objeto elegido
· Las circunstancias
El papel que le correspondería a la afectividad en la estimación valorativa es el de proveer su energía propia al acto de juzgar, e incluso proporcionar objetos:
· Prefiriendo un aspecto por sobre otro (por ejemplo lo útil para la rapidez por sobre lo mejor pero lerdo, o por el contrario, preferir lo que acerca a la excelencia aunque se requiera mayor tiempo y esfuerzo sostenido).
· Alguna circunstancia influye en el juicio, haciendo que un acto sea bueno para una circunstancia en especial aunque no para otras (como el caso de nuestra ya clásica defensa de las “mentiras piadosas”, el silencio prudente...)
· Influye el hábito (recuerde el viejo dicho “uno ve las cosas según como uno mismo es”).
La afectividad aporta a que el juicio que sigue a la deliberación no sea impersonal, y por ello insuficiente para la decisión.
El juicio de elección será recto si existe concordancia entre la recta razón y el recto querer: si la voluntad sigue lo que la razón le muestra como bueno.
Para la investigación se construyeron cuestionarios con 20 preguntas abiertas para establecer el grado de formación doctrinal universal; y 3 historias hipotéticas, complejas, con razones de peso a favor y en contra de cada opción, y con preguntas abiertas. Las claves de corrección se presentaron en condiciones estandarizadas y se realizó una prueba piloto para establecer la significatividad que otorgara validez al cuestionario. Las respuestas fueron anónimas.
En la interpretación de los resultados se observó una asociación en el plano práctico entre la capacidad de juzgar rectamente y el grado de formación doctrinal universal.
Respecto de los resultados negativos, se realizaron las siguientes observaciones:
· Con referencia a un orden objetivo[35]: hubo dos grupos de respuestas. El primero, quienes refiriendo el acto a un orden, no aplican la norma. Otro, quienes no ven la norma y juzgan según un relativismo ético, un utilitarismo moral (conveniencia de la mayoría) o un subjetivismo ético.
· Con referencia al fin: quienes siendo capaces de advertir la finalidad de la obra y su valiosidad, no se adhieren a ella como punto de partida de la valoración y subjetivan el juicio.
· Ponderación de circunstancias: hubo tres clases de respuesta. Por valoración equivocada, como quienes consideraron atenuante lo que era un agravante; por ausencia de referencia a las circunstancias; y por elevación de una circunstancia a la categoría de único criterio a tener en cuenta.
· Grado de justificación del juicio a través de la deliberación: fue el aspecto del desarrollo que menos apareció. Se observó, por un lado, la pretensión de hacer parecer lógicos hasta los juicios injustos; y por otro, casos en que la deliberación no llega a terminar en un juicio, quedando sin efecto. En este último caso fueron claros los fenómenos de oscurecimiento voluntario de la inteligencia, como cuando se demora la elección para evitar el riesgo de tener que elegir lo que resulta desagradable aunque se lo reconozca como lo correcto.
· En general se observó en los adolescentes un cierto egocentrismo que agota todos los planteos en el propio punto de vista, cuando deberían ser capaces de descentrarse, centrándose en la realidad.
· En una proporción considerable apareció rechazo a todo intento de deliberación, proporcionando juicios prevalorativos o avalorativos, a partir de alguno de los aspectos.
Hacia los 14/15 años se observa cierto rigorismo, por falta de realismo y tendencia a la abstracción.
Entre los 16/17 años ya se advierte una mayor capacidad de juicio moral.
De esta investigación se desprenden ciertas conclusiones pedagógicas:
· Es necesario encarar un esfuerzo sistemático para la educación del juicio moral, que signifique educar la capacidad deliberación prudencial (lo que implica suspender el juicio hasta contar con toda la información pertinente) y no solamente entrenar en las operaciones formales de la inteligencia. De lo contrario, la moral se resolverá en un consenso de opiniones (y lo bueno no es necesariamente lo que opine o le convenga a la mayoría).
· El punto de partida debe ser la advertencia del carácter fundado del orden moral, lo que remite necesariamente a una comprensión valorativa de la naturaleza humana y de toda la realidad.
· Este esfuerzo no se agota en la esfera intelectual, sino que supone a la voluntad y la afectividad, ya que la moral no se agota en la capacidad de advertir lo que está bien, sino que se extiende a realizarlo.
Las conclusiones pedagógicas a las que llega Difabio son claramente contradictorias con los postulados de la Clarificación de los Valores, un movimiento que logró su apogeo en las décadas de los 60/70, y que está viviendo una nueva primavera en nuestras escuelas. Según sus premisas, el docente no debe tratar de enseñar valores, sino que su tarea es ayudar a los estudiantes a clarificar los propios (a los que se define como un cúmulo de creencias, sentimientos e ideas acerca de las cosas).
Desde una lectura postmoderna, relativista, la teoría que subyace es que la elección de algún sistema dado de valores es arbitraria, dada la pluralidad de valores de nuestra cultura. Por ello los individuos deben decidir sobre los valores por ellos mismos, sin la referencia de un orden objetivo, cuya existencia se niega. La clarificación sólo intenta ayudarlos a hacerlo de un modo más consciente y deliberativo, para lo que ofrece a los docentes gran cantidad de actividades, procedimientos y estrategias que no requieren de una preparación especial, y que apuntan básicamente a lograr la autoaceptación de las propias emociones más que la reflexión racional sobre cuestiones morales.
Las principales críticas a esta postura se centran en su idea de que la naturaleza humana es naturalmente buena y se desarrollará bien si no tiene interferencias, cuando en realidad la experiencia ha demostrado que la desaparición de las inhibiciones tradicionales en la clase ha conducido a los estudiantes a ser moralmente peores.
Por otro lado, si bien se afirma estar en contra de todo tipo de ley moral objetiva, se prohiben ciertas conductas y elecciones por considerarse intolerables. Pero, dado que son conductas que no pueden ser calificadas como malas porque su marco teórico no lo admite, la prohibición pierde fundamento. En consecuencia, termina conduciendo al autoritarismo.
¿Qué es lo que ha hecho posible que estas prácticas prendan tan profundamente en la educación, a pesar de que en cuanto las analizamos con un poco de seriedad, se contradicen con su misma intencionalidad educativa?
Aquí es donde entra a jugar la variable socio-cultural de la tarea pedagógica, sin cuya consideración no podemos hacernos las preguntas correctas. La escuela no es una institución fuera del contexto en el cual está inscripta, así como los educadores no somos sujetos separados de nuestro medio social. Las características que hemos analizado como distintivas de nuestro mundo en la actualidad inciden práctica y efectivamente sobre nuestras vidas –y nuestras decisiones-. Y posiblemente las marcarán con más fuerza en el futuro.
UNA MIRADA SOBRE LOS ADOLESCENTES
DEL CONURBANO BONAERENSE
La palabra adolescencia deriva de la voz latina adolescere, que significa “crecer” o “desarrollarse hacia la madurez”.
Sociológicamente, es considerada como el período de transición que media entre la niñez dependiente y la edad adulta y autónoma.
Psicológicamente, se podría hablar de una “situación marginal” en la cual han de realizarse nuevas adaptaciones, aquellas que, dentro de una sociedad dada, distinguen a la conducta infantil del comportamiento adulto.
Ahora bien, si en atención a estas consideraciones, el adolescente es un sujeto en tránsito entre una etapa caracterizada por la heteronomía moral y la necesidad de cuidado por parte de otros, y otra caracterizada por la utonomía, en nuestro medio donde hoy ambas etapas han perdido estas características, ¿qué significa, aquí y ahora, ser adolescente?
Mariano Narodowski, en su Después de clase[36], sostiene que la infancia –tal y como la conocemos y entendemos- es una construcción histórica propia de la modernidad, cuyas características en el Occidente moderno pueden ser esquemáticamente delineadas a partir de la heteronomía, la dependencia y la obediencia al adulto a cambio de su protección. Como resultado de esta concepción, la institución escolar moderna se constituye en el dispositivo que se construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia: un encierro material, corpóreo; pero también un encierro epistémico, que se hace evidente en la apropiación de este concepto por parte de la Pedagogía y la Psicología de la Educación, que asimilan el concepto de infancia al de alumno. Así, quien se coloca en la posición de alumno, cualquiera sea su edad, se sitúa en el lugar de una infancia heterónoma y obediente, aunque desde el punto de vista etáreo no se trate necesariamente de niños.
En consecuencia, en la institución escolar moderna, el ser alumno equivale a ocupar un lugar heterónomo de no-saber, contrapuesto a la figura del docente: un adulto autónomo que sabe, y en virtud de este saber decide qué se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña. La escuela de la modernidad niega la existencia de todo saber previo en los alumnos, a menos que coincidan exactamente con los que ella transmite.
Ser alumno, en este contexto de significación, no es otra cosa que ser un cuerpo que en manos de un educador debe ser formado, disciplinado, educado. Y por indefenso, ignorante y carente de razón, debe obediencia a quien lo guiará hacia la autonomía en la que la obediencia ya no sea necesaria.
Ahora bien, ¿hasta dónde es posible sostener, en la actualidad, esta idea de un cuerpo heterónomo, obediente, dependiente de las decisiones de los adultos? Diversos trabajos sostienen la idea de que el niño, en el sentido moderno –y por tanto obediente, dependiente, susceptible de ser amado y cuidado- está en decadencia. Es más, ya ni siquiera podría hablarse de una infancia, sino que el concepto estaría dividiéndose y fugando hacia dos polos.
Uno de estos polos, siguiendo a Narodowski, lo constituye la infancia realizada. Se trata de los chicos que realizan su infancia con internet, computadoras y una multiplicidad de canales de cable que les permiten –control remoto en mano- apropiarse de experiencias y saberes que a los adultos nos costaron décadas procesar; con vídeo y family games... Se trata de chicos que ya hace mucho que abandonaron el lugar del no-saber. Se trata de niños que no despiertan en los adultos un sentimiento particular de ternura vinculado a la necesidad de protección, sino más bien una cierta admiración, preocupación y hasta recelo.
Educados en una cultura mediática de la satisfacción inmediata, demandan inmediatez (¿recuerda a Luca Prodam, el líder de Sumo, pregonando su “no sé lo que quiero pero lo quiero ya”?). Respecto del saber, manifiestan ante los desafíos tecnológicos una facilidad de la que los adultos carecemos.
Viven en un mundo en el que la experiencia no parece ser necesaria ni útil, ni es valorada; en una cultura signada por cambios constantes e imprevisibles, que requiere de respuestas que sólo parecen capaces de dar quienes se han formado en esa misma vertiginosidad. Lejos están de las culturas en las que los cambios lentos volvían necesario al Consejo de Ancianos, pero también de aquellas en las que la juventud marcaba la ruptura con el orden establecido. En una cultura donde el cambio es lo único constante, la experiencia se vuelve un valor inservible dado que todo nuevo desafío impondría una situación original, singular, diferenciada de cualquier otra precedente. El modelo a mirar ya no es el pasado, sino el aquí y el ahora, configurándose una lógica de la satisfacción inmediata, en la que toda acumulación tiene sentido en tanto puede ser aprovechada en lo inmediato.
El otro punto de fuga del concepto de infancia lo constituye el polo de la infancia desrealizada. Son los chicos que se han vuelto independientes y autónomos porque viven en la calle, o pasan gran parte de su tiempo en ella, o porque trabajan desde una edad temprana. Son los que pudieron reconstruir una serie de códigos –ligados a la supervivencia- que les brindan cierta autonomía económica y moral.
Frente a ellos, que encarnan una niñez autónoma que ha construido en la calle sus propias categorías morales, también es difícil que se nos despierten sentimientos de ternura y protección. Se trata de una niñez que no está infantilizada, que no es obediente ni dependiente.
Es la infancia que ha sido excluida físicamente de las relaciones de saber, pero también institucionalmente[37] -van poco a la escuela, inconstantemente, o directamente han dejado de ir-. Y aún cuando van, suelen ser los que obtienen mínimos o ningún beneficio de su escolaridad. Y aunque aprendan a leer no escapan al destino de analfabetismo[38]: se trata de los nuevos analfabetos, los analfabetos virtuales.
Si bien es cierto que niños pobres, excluidos, autónomos existieron siempre, también es cierto que desde el siglo XIX para la utopía pansófica[39] la escuela pública se concebía como el ámbito capaz de absorber a esos niños. Esto es lo que hoy está cuestionado[40], y junto con este cuestionamiento aparece la noción de “infancia incorregible”: la encarnada por los niños y adolescentes marginales, sin retorno, para los que se discuten la baja en la edad para la imputabilidad de los delitos penales y hasta la pena de muerte para los más graves.
Dicho sencillamente, el problema no consiste en que haya aumentado el número de niños y adolescentes habituados al robo, el asesinato, la prostitución o la comercialización de sustancias prohibidas; lo que ha cesado es el convencimiento de que es posible darles respuestas que impliquen su reinserción en la infancia heterónoma, dependiente y obediente. Y junto con este cese, se ha producido una retirada de la Pedagogía y la Psicología Educativa en la producción de discursos sobre esta infancia, con lo que dejan de ser llamados “niños y adolescentes”, para convertirse en “menores”. Su lugar ya no es la escuela, sino el correccional o la cárcel; y la noción de esta infancia ya no responde a un discurso pedagogizado, sino judicializado.
Como hemos ya advertido al analizar la evolución del contrato entre nuestra sociedad y la escuela en los últimos años, la situación actual forma parte de un proceso amplio en el que cobra sentido. Ya a fines de la década de los 80, la pedagoga Cecilia Braslavsky escribió a un libro titulado “Juventud: informe de situación”, en el que daba cuenta de la existencia de cientos de miles de jóvenes que no estudiaban ni trabajaban por un lado, y de jóvenes que estudiaban y trabajaban, por el otro. Hoy podemos decir, en consonancia con esa misma fractura de la que habla Narodowski, que ambos grupos han crecido, como resultado de este proceso por el cual las personas parecen entrar cada vez más rápido en alguna de las dos principales arterias de la condición social adulta actual: la sobreinclusión o la exclusión.
Según la socióloga Susana Torrado, los chicos que nacieron entre 1975 y 1985 son los que peor la pasaron porque mayoritariamente se socializaron en lugares de exclusión. Señala a esta como una generación de difícil reinserción, que en el futuro ocasionará seguramente diferentes formas de conflictividad social.
Como un fenómeno común en estos adolescentes, algunos especialistas ya están hablando del Síndrome de Blancanieves, para dar cuenta de ciertas características de las personas que priorizan las fantasías en lugar de usar ideas realistas para resolver los problemas. Son chicos caracterizados por la pasividad, que no esperan nada de los demás. Creen que el exterior los limita, que el futuro no depende de lo que ellos hagan. Son el exponente de una cultura en la que el pensamiento realista y constructivo está amenazado. Estos jóvenes se sienten excluidos del mundo y creen que el futuro bien puede arreglárselas sin sus aportes.
Se trata de un fenómeno de tal profundidad que incluso se verifica en un cambio radical en la perspectiva juvenil con respecto al tiempo libre. Ya no incluye la ocupación en hobbies, deportes o lecturas. Ahora es tiempo libre aquel en el que no se hace nada. La nueva lógica es que no hacer nada es hacer algo.
Una gran parte de ellos son los aún adolescentes y jóvenes que no pueden aspirar a tener un nivel de vida como el que alcanzaron los padres, como parte de la primera generación en su historia familiar en que las garantías movilidad social ascendente se han roto. En consecuencia, la mayoría le teme al futuro. No saben si podrán conseguir un buen empleo, o simplemente un empleo. No saben si podrán sostener a la familia que les toque formar, si podrán “ser alguien”. Y saben que están ante la última posibilidad de orientar su biografía.
Un rasgo común es que, más que hablar, estos adolescentes expresan su apatía con gestos de cansancio, de desgano, de desinterés, de agobio. La característica más preocupante es la falta de vitalidad en la comunicación. Sólo son vitales cuando se enojan. Incluso los que muestran una actitud más soberbia o desafiante, sufren de apatía[41].
Con resultados coherentes con esta observación, una investigación desarrollada en el marco de la Escuela de Postgrado en Orientación Vocacional entre 1998 y 2003, constató que el 85% de los participantes no lograba armar un proyecto de carrera, y el 43% dejaba la que elegía antes de llegar al segundo examen final. Siete de cada diez padecían de apatía y desmotivación, y el 56% tenía dificultades de aprendizaje, a pesar de que eran jóvenes inteligentes. En las conclusiones se señaló que la causa de estos problemas no es una sola, aunque se adjudicó primordialmente a las dificultades que atraviesan hace años los padres para construir nuevos modelos de autoridad y contención, que se potencian con la crisis socioeconómica que se vive. Los padres establecen, toleran y/o no logran revertir vínculos simétricos con sus hijos: permiten que ellos los enfrenten de igual a igual e incluso toleran conductas autoritarias, sin conocer el daño que les produce en la maduración de sus intereses. Los chicos crecen sin tener que pelear en serio por nada, y se convierten en adolescentes que no toleran la frustración. Cuando salen a la calle, no logran vencer los obstáculos de la vida cotidiana y caen inmediatamente en la desmotivación y la apatía. Habituados a disfrutar del confort de un mundo materno en el que todos sus deseos son adivinados, los chicos no creen necesario aprender a comunicarse.
Los hijos suplantan la falta de límites con una gran distancia emocional con sus padres. Esta pérdida de contacto afectivo y comunicativo se extiende al resto del mundo. De a poco se van aislando de todo, y llega un día en que no logran apasionarse con nada.
Por otra parte, no podemos dejar de señalar que a pesar de esto, la mirada de sus mayores muchas veces es un peso que los agobia: los adultos encarnan un deber ser que ya no puede ser. En consecuencia, para estos adolescentes y jóvenes la educación ha sido sobre todo un refugio, un lugar donde prolongar las instancias de integración, antes de ser arrojados al aparato improductivo.
Frente a estos, otro grupo: el de aquellos en el que el mundo adulto de referencia se halla fracturado en su autonomía y su independencia. Un mundo cada vez más extendido, en el que los piqueteros son los continuadores de los antiguos trabajadores del pleno empleo; y donde los jóvenes trabajadores son hijos de padres trabajadores que nunca tuvieron un empleo estable. O sea, un mundo donde se ha perdido la continuidad de la idea de que lo normal en una persona es trabajar todos los días. El trabajo estable, aún para los que gozan de él, ha desaparecido del horizonte. Queda claro, de las dos vías principales de la condición social adulta actual (la sobreinclusión o la exclusión) en cuál desembocarán mayoritariamente estos jóvenes.
Y no es fácil suponer que esta situación se modifique con la aparición providencial de nuevas fuentes de trabajo: hay que tener un estímulo fortísimo para abandonar algo que ya se está convirtiendo en un estilo de vida, en una cultura. Es claro que un empleo de los peor pagados, bajo estas circunstancias, siempre resultará menos atractivo que un subsidio.
Se trata del grupo al que pertenecen mayoritariamente los 1.300.000 jóvenes argentinos que no estudian ni trabajan, entre los 6,5 millones que tienen entre 15 y 24 años, según datos del INDEC. Cifra que se eleva a 1.413.537 al considerar a los excluidos sociales: jóvenes que no estudian, ni trabajan, ni son amos de casa. Hablamos de una enorme multitud que no para de crecer: en el 2001 sólo el 6,2 % de la población joven no hacía nada con su tiempo, proporción que trepó al 15% en el 2003.
Para el filósofo Jorge Fernández, profesor de la Universidad de San Martín, “para los jóvenes, el futuro es un horizonte plagado de posibles frustraciones. Ser joven se ha vuelto un objetivo en sí mismo, una especie de presente continuo que no se define por ningún proyecto que lo trascienda. A su vez, el mandato social que los jóvenes reciben queda expresado en la fórmula que oímos repetir en muchos padres: algo tienen que hacer. La respuesta no suele escapar al silencio, y por supuesto no es menos incierta que el mandato.”
Lo cierto es que los chicos que no estudian ni trabajan saben que han perdido algo importante para sus vidas, no son complacientes con esa realidad. Pero no es menos cierto que necesitan mecanismos para religarse al sistema. Y puesto que muchos de ellos vuelven a sus antiguas escuelas como lugar de encuentro, está claro que son las escuelas el sitio privilegiado desde donde articular estas estrategias de inclusión.
Desde los discursos oficiales se esgrimen las estadísticas para señalar que esta consideración es tenida en cuenta (estadísticas que muestran que mientras que en los años 60 la escuela secundaria recibía al 25% de los adolescentes, la proporción ascendió al 74% en el 2000). Pero quienes trabajamos en el interior de esas escuelas sabemos que los chicos de los sectores más pobres no entienden los códigos escolares, ni reciben un acompañamiento eficiente en su estudio por parte de sus familias. Quieren entrar a las aulas, pero les cuesta quedarse. Y no podemos desconsiderar un contexto institucional en el que muchos dirigentes y hasta educadores creen que la escuela secundaria no debe ser para todos.
Un caso particular, al punto que podríamos hablar de un tercer grupo, lo constituyen los adolescentes que se han convertido en jefes de familia. Según la Hoja Mural de Datos Estadísticos 2003, que publicó la Dirección Nacional de la Juventud con datos oficiales, en todo el país hay 1.213.238 jefes de hogar que tienen entre 15 y 29 años y mantienen a toda su familia (lo que representa a 1 de cada 9 jóvenes, y entre ellos 1 de cada 3 es mujer). En muchos casos, se hacen cargo de padres e hijos.
Aunque nos podría parecer que pasados los veintitantos ya es hora más que adecuada para tomar responsabilidades vitales, en las tesis e investigaciones psicológicas más recientes que hablan de un retraso de la maduración, la ONU llevó el límite de la adolescencia tardía hasta los 30 años.
Además de las económicas, otra de las razones que explican la enorme cantidad de jóvenes jefes de hogar es la caída en la edad de iniciación sexual y el incremento de embarazos adolescentes. Los últimos datos nacionales procesados por el Ministerio de Salud dicen que durante el año 2000 nacieron en todo el país 96.689 bebés de madres de entre 15 y 19 años, el 30% de los cuales ocurrió en suelo bonaerense. Volveremos más adelante sobre esto.
Como ya hemos analizado al abordar desde una perspectiva histórica el desarrollo de las alianzas entre la escuela y la sociedad, cuando se habla de exclusión nos encontramos ante la expresión de un proceso que está operando con antelación a que la gente bascule hacia estas posiciones extremas. Y puesto que se habla en términos de proceso más que de estado, resulta no sólo indispensable enmarcar históricamente la situación actual, sino además poner en relación lo que está ocurriendo en las situaciones de marginalidad extrema, de aislamiento social, y de pobreza absoluta con la configuración de situaciones de vulnerabilidad, de precariedad, de fragilidad que con frecuencia las preceden y alimentan.
Vamos a partir de la distinción entre tres zonas de organización o de cohesión social:
· una zona de integración que no presenta grandes problemas de regulación social,
· una zona de vulnerabilidad que es una zona de turbulencias caracterizada por una precariedad en relación al trabajo y por una fragilidad de soportes relacionales, dos variables que muchas veces se superponen;
· una zona de exclusión, de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Estos se encuentran a la vez por lo general desprovistos de recursos económicos, de soportes relacionales, y de protección social, de forma que la necesidad de ser justos con ellos no estriba únicamente en una cuestión de ingresos y de reducción de las desigualdades en los ingresos, sino que concierne también al lugar que se les procura en la estructura social.
De estas tres, es la zona de vulnerabilidad[42] la que ocupa una posición estratégica. Se podría decir que es ella la que produce las situaciones extremas a partir de un basculamiento que se produce en sus fronteras. Cuando más se agranda esta zona de vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que conduce a las situaciones de exclusión.
Una característica importante de la coyuntura actual es lo que Robert Castel[43] denomina la ascensión de la vulnerabilidad, insistiendo sobre el término de ascensión. Para explicar este concepto parte de la afirmación de que la precariedad en el trabajo así como determinadas formas de debilitamiento del vínculo social no representan de hecho situaciones inéditas, sino que se trata de constantes históricas que han existido durante largos períodos de tiempo: los pequeños trabajos, la alternancia de empleo e inactividad, las ocupaciones más o menos aleatorias, como las que hoy proliferan, han sido en la historia occidental el destino común de la mayoría de aquellos que ocupaban una posición de asalariados, de semiasalariados o de asalariados parciales con anterioridad a que esta condición salarial se viese modificada, es decir, con anterioridad a que se constituyese en verdadera condición a la que van vinculados garantías y derechos, y que proporciona un mínimo de seguridades sobre el futuro, proceso del que ya hemos dado cuenta al principio de este trabajo al explicar la emergencia del Estado de Bienestar.
Las desigualdades, a pesar de seguir siendo muy pronunciadas, pasaron a ser pensadas a partir de un marco general de integración: todos los miembros de la sociedad pertenecían a un mismo conjunto. Y esto en razón de que grandes dispositivos transversales atravesaban la separación de clase: seguro contra los principales riesgos sociales, relativa democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo... Y aunque no todo el mundo participaba de estas protecciones, la pobreza y la a-sociabilidad podían ser pensadas como residuales, de forma que cabía esperar reducir su peso si se seguían desarrollando los sistemas de protección que habían dado cobertura a la mayoría de la clase obrera.
Es justamente este optimismo el que se ha puesto en cuestión. Ya no podemos seguir considerando como a un residuo marginal a aquellos que no han tenido acceso a la integración.
Aunque en el polo del trabajo se ha producido un incremento de la desocupación, lo esencial en este proceso es la precarización del trabajo. Y si razonamos no en términos de ocupados, sino de flujo, la mayoría de estos trabajos se realiza bajo formas ajenas al contrato por tiempo indefinido, es decir, ajenas al tipo de contrato que suponía en épocas anteriores una seguridad relativa y al que se podían vincular garantías y derechos estables. De ahí la multiplicación de formas de actividades fragmentarias, de alternancias de empleo y de desempleo que, en último término, alimentan la desocupación de larga duración.
Y si bien es cierto que esta fragmentación del trabajo afecta esencialmente a los jóvenes, no habría que olvidar que nos encontramos también ante una desestabilización de los estables, ante la entrada en una situación de precariedad de una parte de aquellos que habían estado perfectamente integrados en el orden del trabajo. Un caso particular lo constituyen los trabajadores considerados de edad, que se ven descualificados y prácticamente sin empleo posible, demasiado viejos para seguir siendo rentables, demasiado jóvenes para gozar de una eventual jubilación.
Esta precarización de la relación de trabajo, en consecuencia, ha llevado a la desestructuración de los ciclos de vida, normalmente secuenciados por la sucesión de los tiempos de aprendizaje, de actividad, y del tiempo ganado y asegurado por la jubilación. Una desestructuración que ha marcado, a su vez, los modos de vida y las redes relacionales.
En consecuencia, junto con la integración por el trabajo, la que se ve amenazada es también la inserción social al margen del trabajo. La ascensión de la vulnerabilidad no es únicamente la precarización del trabajo, sino la consecuente fragilización de los soportes relacionales que aseguran la inserción en un medio en el que resulta humano vivir. Se podría mostrar que, al menos para las clases populares, existe una fuerte correlación entre una inscripción sólida en un orden estable de trabajo, al que van anexas garantías y derechos, y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad.
Otro aspecto a tener en cuenta es que, en la medida que la protección social estaba fuertemente ligada al trabajo protegido, una desestabilización de la organización del trabajo implica socavar las raíces de las políticas sociales.
Así, la sensación contemporánea de vulnerabilidad permanece adosada al recuerdo de un mundo estable, se la vive en referencia a una certeza previa de haber estado protegido, en referencia a una estabilidad. El trabajo sumergido es pensado en relación con las definiciones del trabajo legalmente regulado y de su remuneración. La actitud de los jóvenes des-cualificados en relación con el trabajo, o su rechazo al trabajo, se construye en referencia al modelo de contrato por tiempo indefinido, que era el modelo dominante en la generación precedente. Aún más, un cierto descrédito de la escuela debe ser pensado a partir de una concepción de educación que proclamaba su capacidad para realizar una igualdad de oportunidades y que comenzaba a alcanzarla. Del mismo modo, podríamos hacer observaciones similares sobre algunos servicios públicos, el acceso a la vivienda, el ocio y la salud.
Es por esto que el tratamiento actual de la vulnerabilidad social no podría ser el mismo que el de los años 30, por ejemplo, cuando el Estado aún no había desplegado una base suficientemente sólida de protección. No equivale a partir de cero como si no existiese una memoria social, que es la memoria de la existencia de una protección social.
Veamos algunos datos que nos darán una idea de estas zonas de vulnerabilidad y exclusión.
Según datos del INDEC:
· más del 70% de los chicos nace en un hogar pobre, y casi el 40% vive en la indigencia.
· El 22% de los niños entre 5 y 14 años trabaja.
· De los adolescentes que trabajan, el 58% no asiste a la escuela.
· La tasa de mortalidad infantil del país fue del 18,4%o en el 2002, y del 16,3%o en el 2003. De estas muertes, 6 de cada 10 son evitables.
· En la Pcia de Buenos Aires, la mortalidad infantil es del 17,8%o
· En el Gran Buenos Aires, las necesidades básicas insatisfechas alcanzan al 19,3% de la población.
· En el Gran La Plata, al 13%
· El 20% de los chicos está desnutrido.
· El 50% de los bebés entre seis meses y dos años tiene anemia por deficiencia de hierro.
En la provincia de Buenos Aires, donde vive el 38% de la población del país, el 12% de los hogares son indigentes. Según el INDEC, el 49% de las personas viven bajo la línea de la pobreza.
En Merlo, Moreno, La Matanza y San Miguel, el 65% de los hogares son pobres, y el 20% de las familias indigentes.
El Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil realizó en el año 2003 un estudio sobre desarrollo intelectual entre chicos muy pobres de San Miguel. El 65% estaba bajo los límites normales. De ese 65%, el 30% ya estaba en el límite de la educabilidad, lo que, según su titular Alejandro O’Donnell, inicia un ciclo de pobreza feroz: “gente con estatura significativamente inferior a la normal, con poca fuerza de trabajo, que no gana un peso, que tiene poca cultura, criará tal vez hijos casi en las mismas condiciones. Es la reiteración de un ciclo eterno de marginación y de miseria.[44]”
¿Cómo los afecta la desnutrición?
Hasta los 5 años: es causa frecuentemente de enfermedades, trastornos y muerte, déficit del crecimiento. Déficit del desarrollo intelectual, eventuales alteraciones cardíacas y convulsiones, enfermedades respiratorias agudas, enfermedades infecciosas en general, diarrea.
Entre los 6 y los 12 años: dificultades y deserciones escolares, con subsistencia del déficit en el desarrollo intelectual. Déficit en el crecimiento. Debilidad frente a las infecciones. Sequedad de las conjuntivas, ceguera nocturna. Neuropatías periféricas (perturbación de las funciones del sistema nervioso, disminución de los reflejos). Alteraciones cardiovasculares, congestión pulmonar y edemas. Raquitismo. Parasitosis.
Entre los 13 y los 20 años: retraso en el desarrollo madurativo. Depresión, anorexia, insomnio, tristeza. Sequedad de las conjuntivas, ulceraciones, ceguera nocturna. Inflamación de la mucosa bucal, daños en los labios, atrofia de papilas linguales. Alteraciones cardiovasculares, congestión pulmonar y edemas. Raquitismo. Alteraciones de la piel.
Algunas secuelas irreversibles: estatura reducida, si hasta los 2 años no recibió alimentación adecuada pasarán a ser los denominados “petisos sociales”; ya hay varias generaciones de argentinos con esta secuela. Menor desarrollo cerebral, dificultades para concentrarse, trastornos del aprendizaje, deterioro del lenguaje, altísimo riesgo de fracaso escolar. Mayor probabilidades de padecer afecciones coronarias, hipertensión, diabetes y obesidad. Un chico que nace con bajo peso tiene entre 15 y 20 veces más posibilidad de morir antes de los 35 años. Obesidad por deficiencia alimentaria o mala alimentación. En menor medida, algunos problemas motrices y de coordinación, piel fláccida, falta de color y tonicidad muscular, mayor posibilidad de agitarse y fatigarse ante trabajos pesados.
Todos los estudios al respecto han constatado una alta correlación entre desnutrición infantil y analfabetismo materno.
Pero la desnutrición no es la única amenaza sobre nuestros niños y jóvenes. El maltrato infantil también avanza. En ocho años, sólo en la Ciudad de Buenos Aires, se triplicaron las denuncias por agresiones a chicos.
Aunque Argentina no tiene estadísticas confiables sobre la gravedad del fenómeno, podemos afirmar que la modalidad de maltrato que creció más fuertemente es el abuso sexual, un problema que deja secuelas para toda la vida y que, si no se trata adecuadamente y a tiempo, puede llevar al chico abusado a convertirse en abusador.
El Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia tiene registrado el abuso sexual como el principal problema de los chicos a los que asiste. La misma tendencia se detectó en la Oficina de Asistencia a la Víctima del Delito de la Procuración General de la Nación. Y aunque la explicación clásica de los expertos en violencia familiar indica que no aumentan los casos de maltrato infantil, sino que ahora son más detectables por médicos, maestros y psicólogos, y más denunciados por las familias, lo cierto es que diversos informes del Congreso insinúan que el problema del maltrato y abuso de chicos es mucho mayor que el conocido: se piensa que por cada caso denunciado hay 10 que son tapados. Aunque en los sectores económicos más bajos hay una mayor cultura de la denuncia, en otros suele haber una tendencia a ocultar el problema.
Este tipo de abuso tiene varias caras: puede haber contacto físico o no, y las víctimas pueden ser mujeres o varones. Y el abusador puede ser de cualquier clase social, vivir en la ciudad o el campo, tener cualquier profesión, raza, religión, opción social o estado civil. A pesar de que no existe un prototipo del abusador, reúnen algunos rasgos comunes. En su gran mayoría, son personas conocidas del chico, aparentemente normales, que recurren al engaño para conquistar la confianza de las víctimas. Algunos amenazan, y otros dan premios u otorgan privilegios de distintos tipos. El violador establece una relación en la que quiere hacer valer su autoridad y poder. Buscan por lo general a chicos menores de 13 años, edad en la que empiezan a ofrecer resistencia. Sin embargo, aunque en menor número, no son pocos los adolescentes abusados.
En el caso de estos, se pueden manifestar como síntomas: falta de confianza, aislamiento, fugas del hogar, depresión severa, promiscuidad. Y aunque estos síntomas por sí solos no son suficientes para validar el diagnóstico de abuso sexual, es importante que sean tenidos en cuenta para la consideración de tal posibilidad.
Otras formas comunes de abuso son:
Maltrato emocional: conductas de padres o cuidadores tales como insultos, rechazos, amenazas, humillaciones, desprecios, críticas, aislamiento, atemorización. Pueden causar deterioro en el desarrollo emocional, social o intelectual del niño.
Negligencia: cuando las necesidades básicas del chico (alimentación, higiene, seguridad, atención médica, vestido, educación, etc) no son atendidas por ningún adulto. Trasladado a nivel emocional, cuando el chico no recibe afecto, estimulación, apoyo y protección necesarios para cada momento de su evolución.
Síndrome de Munchaussen por poder: los padres someten al niño a continuas exploraciones médicas, suministro de remedios o ingresos hospitalarios a partir de razones mentirosas.
Maltrato institucional: cualquier legislación, procedimiento, actuación y omisión de los poderes públicos que viole los derechos básicos del niño, el adolescente y la infancia.
Volviendo a los números, en esta provincia de Buenos Aires, durante el año 2003, también se produjeron la mitad de muertes jóvenes debidas a “causas externas” (accidentes, suicidios y homicidios): 2.608 casos, sobre un total nacional de 5.720. De estos, 8 de cada 10 eran varones.
Viendo estos números no es difícil encontrar una relación con la afirmación de Daniel Vázquez, presidente de la Cámara de Empresarios de Discotecas de Buenos Aires[45]: “Hay más peleas entre los 16 y 17 años que entre los de 25. En las matinés hay el doble de empleados de seguridad que en los horarios de grandes.”
Una experiencia similar a la que se vive en numerosas escuelas: “Los problemas de violencia son una constante. Lo que más nos preocupa en este momento son las riñas callejeras en el conurbano. Son peleas muy fuertes entre bandas que terminan con la muerte de algún alumno. Cada 15 días muere un chico por ajusticiamiento” cuenta la licenciada Lilian Armentano, vicedirectora de una EGB de la provincia de Buenos Aires[46]. Y continúa: “También están creciendo las peleas entre mujeres. En la violencia física ya no hay, como antes, diferenciación de sexo. Y las chicas cuando agreden despliegan una violencia mayor que la de los varones.”
Los adolescentes están violentos porque están angustiados. Se sienten abandonados, no tienen garantías de educación, de salud, de vivienda, ni de justicia. Y un ser humano sin proyectos y sin futuro, se vuelve primitivo.
Una forma de comenzar a entender el fenómeno podría ser partir de la definición de un concepto omnipresente en el lenguaje adolescente: el aguante.
El aguante es un término aparecido hacia comienzos de los 80. Etimológicamente, la explicación es simple: aguantar remite a ser soporte, a apoyar, a ser solidario. De allí que, como cuenta Alabarces[47], aparezca inicialmente en el lenguaje del mundo futbolístico, específicamente de los barras bravas, como hacer el aguante: esa expresión que denominaba el apoyo que grupos periféricos o hinchadas amigas brindaban en enfrentamientos pacíficos. Y así como en la cultura futbolística de los últimos diez años, comienza a cargarse de significados muy duros, decididamente vinculados con la puesta en acción del cuerpo, pasa con esta misma significación al lenguaje adolescente. Aguantar es poner el cuerpo, básicamente, en violencia física. Extendidamente, una versión light nos indicaría que el cuerpo puede ponerse de muchas maneras. Pero lo común en todos los casos, es que el cuerpo aparece como protagonista: no se aguanta si no aparece el cuerpo soportando un daño, sean golpes, heridas, o más simplemente condiciones agresivas contra los sentidos –afonías, resfríos, insolaciones-.
El aguante pasa así a transformarse en una retórica, una estética y una ética.
· Es una retórica porque se estructura como un lenguaje, como una serie de metáforas.
· Es una estética porque se piensa como una forma de belleza, como una estética plebeya basada en un tipo de cuerpos radicalmente distintos a los hegemónicos y aceptados. Una estética que tiene mucho también de carnavalesco: en el ámbito futbolístico, en el despliegue de disfraces, pinturas, banderas y fuegos artificiales. Fuera de las canchas: en los tatuajes y piercings.
· Y es una ética porque el aguante es ante todo una categoría moral, una forma de entender el mundo, de dividirlo en amigos y enemigos cuya diferencia siempre se salda violentamente, pudiendo llegarse a la muerte. Una ética donde la violencia no está penada, sino recomendada.
Así, el aguante se transforma en una forma de nombrar el código de honor que organiza el colectivo. Defensa del honor implica, como en las culturas más antiguas, el combate, el duelo, la venganza. Y puesto que el aguante no puede ser individual, sino que es colectivo, se trata de una forma de orientación hacia el otro: precisa de un otro, se exhibe frente al otro, se compite con el otro a ver quién tiene más aguante.
Una característica novedosa es que las mujeres también pueden aguantar, pero bajo la condición de que formen parte del colectivo. En consecuencia, las chicas del aguante hablan una lengua masculina, especialmente evidente cuando insultan[48].
Y es que la ética del aguante parte de un mundo organizado de manera polar: los machos y los no-machos. Los no-machos son aquellos que no son adultos (y a la adultez se ingresa por “tener aguante”) o son homosexuales. Es un orden de una homofobia absoluta, con la organización de una retórica donde la humillación del otro consiste, básicamente, en penetrarlo por vía anal. Y esto permite comprender la fuerza de unos insultos sobre otros.
Esta estética aguantadora exige que los cuerpos ostenten marcas, porque testimonian una masculinidad legítima. En este sentido la memoria de las peleas es tan importante como las peleas mismas, y su relato debe sostenerse con la marca como prueba indiscutible, aquello que no puede ser refutado porque está inscripto en el propio cuerpo. Los tatuajes y piercings abonan en este mismo sentido.
El consumo de alcohol y drogas también tiene carácter expresivo. Lejos de un uso anormal e irracional, el consumo de sustancias alteradoras de conciencia –el efecto que une al alcohol y la droga- tiene una racionalidad minuciosa. El consumo se defiende porque significa resistir, marcar una diferencia con el mundo careta, es decir, el mundo de la formalidad burguesa que sin embargo no se piensa en términos políticos ni estrictamente económicos, sino vagamente culturales.
Así como las marcas del cuerpo, el límite en el consumo también diferencia al hombre del no-hombre; a la vez que diferencia de los que no usan drogas, de los chetos o caretas. El cuerpo masculino se caracteriza por su resistencia; para ser considerados hombres deben soportar el uso y abuso de aquellas sustancias que alteran los estados de conciencia. Quienes se emborrachan bebiendo unos pocos tragos son considerados flojos o blanditos. Estos se distinguen de los hombres verdaderos, aquellos sujetos duros cuya capacidad para beber grandes cantidades de bebidas alcohólicas les permite ser considerados como hombres. Ser hombre refiere a consumir sin arruinarse. Las adicciones funcionan como signo de prestigio porque ubican al adicto en un mundo masculino.
Estas interpretaciones se conjugan con la visión del dolor: la exhibición del dolor implicaría que el cuerpo no resiste. Al probar su fortaleza y tolerancia la dolor prueban su masculinidad. Este es el punto que permite la articulación a través la ética del aguante del mundo de los barras bravas, el rock, la cumbia villera: que diseña un orden de cosas doblemente polar: masculino, de un machismo desbordante; y popular en el sentido de anticheto. Ser villero deja de significar el estigma, la marginación, y se vuelve pura positividad. Porque ser villero, en este paradigma, es sucesivamente tener más aguante, no ser cheto, y ser más macho. O todo eso junto. Y aunque se sea mujer.
Como hemos analizado al describir las características de la sociedad actual, la argentina, como todas las sociedades contemporáneas, ha sufrido una crisis aguda de las identidades, de las maneras como sus ciudadanos se imaginaban dentro de colectivos. Modernamente, las opciones eran variadas e inclusive podían superponerse: uno era ciudadano, pero a la vez trabajador/a, joven, hombre/mujer, universitario/a, peronista –de izquierda-, gordo/a e hincha de un club. Muchas veces, todo eso junto. Pero hoy asistimos a un mundo en el que el mundo del trabajo se dedica a expulsar, ser joven es delito, el género permite migraciones, no se puede ser universitario porque no alcanza el dinero o no vale la pena, ser peronista significa un estallido de significaciones o la traición menemista, ser gordo es un estigma, la propia noción de ciudadanía ha entrado en crisis, y las grandes tradiciones de inclusión ciudadana se convierten en las duras políticas de exclusión social.
Parecen quedar pocas posibilidades. Apenas ser hincha de algún equipo, o participar de una tribu[49]. Es fácil, y permiten tener una gran cantidad de compañeros que no preguntan de dónde viene uno. El problema es doble: por un lado, que estas identidades no son ni pueden ser políticas y entonces implican que la discusión por la inclusión y la ciudadanía se diluye en esta ciudadanía menor, confortable y mentirosa. El otro, mucho más grave, es que estas identidades son radicales: existen sólo frente a otra identidad que le sirva de oposición. Y cuando la identidad queda tan solitaria, sin otra opción que ella misma para afirmarse como sujeto social, el otro se transforma en un absolutamente otro, y el deslizamiento a la consideración del otro como rival y como enemigo es inevitable. De ahí dos síntomas: el primero, el aguante como ética; el segundo, el no existís.
No existís que es el grito de guerra que acompaña al aguante fulano. Negar la existencia del otro, lejos del contacto tolerante de la sociedad democrática, implica aceptar que el otro puede, simplemente, desaparecer, ser suprimido; o lo que es peor, que debe ser suprimido.
En relación con esta ética del aguante es más fácil significar las estadísticas referentes al consumo de tabaco, drogas ilícitas y alcohol.
La Organización Panamericana de la Salud asegura que el 34% de las mujeres y el 46,8% de los hombres argentinos fuman y el 90% de ellos se inicia justamente entre los 10 y los 15 años. Esos números, por un lado, ubican a la Argentina como el país de América Latina con mayor porcentaje de fumadores, con un promedio de 17 cigarrillos por día; y por otro permiten entender que las mayores presiones de los avisos se dirigen a jóvenes de 10 a 18 años porque así pueden reclutar a clientes para toda la vida.
Por su parte, la Comisión de Tabaco o Salud, dependiente de la Secretaría de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de la Facultad de Medicina de la UBA, asegura que fuman el 4,6% de los alumnos del último año de la escuela primaria, un año después el 22%, y al finalizar el secundario el 42%.
Si consideramos que a otros efectos dañinos más conocidos, como el que produce cáncer, es el principal factor de riesgo de enfermedades cardiovasculares, destruye progresivamente los pulmones, y desencadena envejecimiento prematuro de la piel, sólo por mencionar algunos, hay que agregarle que el fumador vive en promedio 10 años menos, vemos que la extensión del tabaquismo no constituye un problema menor.
Conseguir drogas en la Capital y el Conurbano también es tarea fácil. Las drogas sintéticas, como el éxtasis, han invadido las discotecas y la situación es más grave en los barrios pobres de la Capital y las villas del conurbano, donde está cada vez más difundido el consumo del residuo de las pasta base de cocaína, una droga muy barata a la que llaman paco. Es lo último que queda en el fondo del tacho, y destroza el sistema nervioso central.
Pero las drogas de consumo mayoritario siguen siendo, en ese orden, la marihuana y la cocaína. Las plazas y los parques son los puntos de venta más comunes, y los horarios más habituales las 2 ó 3 de la tarde y el anochecer.
Lo que no es tan sencillo es saber cuánta droga hay en circulación, aunque los niveles de consumo podrían dar la pauta.
El último relevamiento nacional, que se hizo en el año 1999, advertía que el 2,9% de la población de entre 16 y 64 años y el 3% de los chicos de entre 12 y 15 tuvieron algún contacto con las drogas. La crisis que explotó a fines del 2001 y la extensión de la red ilegal de venta de drogas anuncian ahora el desborde de esos resultados. Según estos datos, desde los 80 hasta ahora el tráfico y consumo de cocaína se cuadruplicaron, y la Argentina habría dejado de ser un país exclusivamente de tránsito, aunque aún no se trate de un gran productor. El consumo indebido de drogas trepó a niveles que ya permiten considerarlo una epidemia social, y está todavía en un pico ascendente.
Wilbur Grimson, titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), sostiene que “no es una epidemia como al hepatitis, pero sí es una epidemia social, que se da cuando una enfermedad se disemina demasiado y afecta a mucha gente en todo el país, sobre todo a los jóvenes”[50]. Además de la marihuana, la cocaína y demás sustancias prohibidas, el funcionario incluye en su caracterización a las drogas legales: el tabaco y el alcohol.
Coincidentemente, en su informe anual el Departamento de Estado de Estados Unidos calificó a la Argentina como un país donde el consumo de drogas ilegales “continúa aumentando”. Y resaltó que la provincia de Buenos Aires “tiene la mayor cantidad de consumidores habituales”.
Según una encuesta realizada en 2003 por la consultora D’Alessio IROL entre 443 padres y 432 jóvenes, el 66% de los chicos afirma que sus amigos tuvieron o tienen algún contacto con la droga, el 24% dice haber intentado sacar a un amigo de la adicción y sólo el 10% cree haberlo logrado.
En la hipótesis de estar en una fiesta y darse cuenta de que alguien se está drogando, el 57% no le prestaría atención porque “cada uno hace lo que quiere”. Y el 15% admitió haber sufrido presiones del entorno para drogarse
Una investigación de Clarín[51], basada en fuentes vinculadas a la atención de adictos, médicos forenses, informes privados y entrevistas a funcionarios, muestra otras elocuentes señales de alarma:
· Entre 1995 y 2003, según un estudio financiado por la OEA, se duplicó la atención de emergencias derivadas de accidentes vinculados al consumo de alcohol y drogas.
· La demanda de ayuda al Programa de Asistencia e Investigación de las Adicciones del Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia aumentó un 20% el año 2003 con respecto a 2002. Las consultas llegaron a 1700.
· La demanda general de atención en el Cenareso, un hospital público especializado en adictos, aumentó 50% en los últimos dos años. La cifra de pacientes mujeres creció 300%.
· En los centros y hospitales públicos de la provincia de Buenos Aires se duplicó la cantidad de personas atendidas entre el año 2002 y 2003: de 15.000 a 30.000.
· Desde el 2001, la Dirección de Prevención Social de las Toxicomanías de la Policía Federal tuvo un 30% más de pedidos para brindar charlas y talleres orientativos en colegios e instituciones.
· En el primer cuatrimestre de 2004, las consultas por tratamientos de recuperación en la fundación Manantiales crecieron casi 50%.
· En 1986, la organización Narcóticos Anónimos comenzó a trabajar en Capital Federal con cuatro grupos de adictos. Hoy son 108 en todo el país.
· En los últimos 10 años creció de 30 a 300 la cantidad de cadáveres en los que se encuentran sustancias tóxicas, durante las 3.000 autopsias anuales que se practican en la Morgue Judicial de la Corte Suprema.
· En el Centro Nacional de Intoxicaciones, que funciona en el Hospital Posadas, las consultas por uso indebido de drogas escalaron de 50 en 1987 a 2.600 en 2003.
· La venta de cerveza creció de los 240 millones de litros en 1980 a los 1.300 millones en 2003, un salto del 400%. El jefe del Sedronar considera que el consumo del alcohol es la vía más habitual de ingreso a las drogas ilegales.
· Entre 1998 y 2003, el consumo de drogas en escuelas del área metropolitana creció del 7% al 11%, según una encuesta del Instituto Superior de Ciencias de la Educación, respondida por 14.900 alumnos y auspiciada por el Gobierno porteño. Un sondeo oficial en el sistema educativo habla de la extensión del problema al interior del país. En Posadas, San Salvador de Jujuy o Ushuaia da lo mismo: los chicos empiezan a tomar alcohol a los 12 años, se desmadran a los 14 y tienen su primera borrachera antes de los 15. Hace 30 años eso sucedía a los 25.
· Las acciones del Estado están limitadas: el presupuesto anual del Sedronar es de 9.200.000 pesos, similar al de antes del 2001, cuando no había estallado la economía y un peso valía un dólar. Pablo Rossi, director general de la Fundación Manantiales y autor del libro Las drogas y los adolescentes, estima que esa suma “equivale a lo que los narcotraficantes producen en la Argentina en un solo día”.
· En la Provincia de Buenos Aires, hay entre 300.000 y 500.000 personas que consumen drogas ilegales, según datos oficiales.
Los especialistas subrayan que la droga se instala preferentemente en los huecos sociales. En esta Argentina en la que 1.300.000 jóvenes no estudian ni trabajan, son muchos los se inician en la droga cada vez a menor edad.
En las villas, el tráfico de drogas contribuye al rompimiento del equilibrio social, porque muchos jóvenes visualizan el negocio como la única salida para acceder a un buen nivel de vida. Son entonces reclutados fácilmente por las bandas, y muchos de ellos se transforman en trafiadictos, entrando en el negocio para poder sostener económicamente su propia adicción.
A los ya conocidos efectos sobre la salud y sus consecuencias sobre el rompimiento del equilibrio social, habría que agregar que un alto porcentaje de los menores de 20 años que cometen delitos lo hacen bajo el efecto de las drogas y eso acrecienta la violencia.
Sin embargo, no son exclusivamente las villas las zonas castigadas. Detrás de cualquier puerta, en el más caro barrio de la Capital, puede haber un centro de distribución y acopio de drogas. El panorama es muy variado. Los boliches, como ya dijimos, también son un punto de atención.
Según el director de la Fundación Manantiales –Rossi-, más cercano a este segundo grupo de adictos, los adolescentes provenientes de los sectores medios, un adolescente prueba la droga “porque está instalado que el que se droga es más piola y los chicos son vulnerables a la opinión de sus pares. Pero cuidado: no todos los adolescentes que prueban una droga terminan adictos a ella. Contra lo que se piensa, los adictos no son personas carentes de afecto sino de límites: fueron demasiado consentidos. El principal reclamo de los pibes que viene a pedir ayuda a nuestra fundación es ¿por qué me creíste? ¿por qué no me dijiste que no?.”
Según este mismo especialista, hay otra clave para entender por qué los adolescentes son terreno fértil para cosechar drogadependientes: “es la que indica que todo adicto es un adolescente mental: como cualquier pibe, no tolera la frustración ni que le digan que no, está manejado por el principio del placer en lugar del principio de espera (quiere satisfacción inmediata antes que trabajar y esperar un beneficio mayor) y tiene un pensamiento mágico omnipotente: se siente inmortal. Por eso la cura de una adicción implica de hecho una salida de la adolescencia.”
Marcelo Bono, director del Centro Nacional de Reeducación Social (Cenareso) explica que “el gran ejército de adictos usa las drogas en un intento por sentirse mejor, como si fueran un medicamento que los puede curar de una dolencia. Son personas que estaban frente a una situación de colapso inminente en su vida psíquica o familiar. La droga le permite sentir que ese problema quedó atrás (con las drogas estimulantes, como la cocaína), que está silenciado (con las depresoras, como los tranquilizantes y el alcohol) o que logró aislarse del contexto (con las alucinógenas como la marihuana o las psicodélicas como el LSD).”
Por su parte, Liliana Vázquez, coordinadora del Postgrado en Clínica de las Adicciones de la Facultad de Psicología de la UBA, busca razones detrás de los datos de la epidemia: “Todos somos sujetos de consumo, siempre queremos algo más. Y ese marco social también tiene su costado en el rendimiento físico: están de moda los suplementos dietarios, las vitaminas, tomar pastillas para estar “pila” todo el día. No hay espacio para la angustia, la pregunta y la frustración, para fracasar y volver a empezar.”
¿Hay un perfil de los chicos en riesgo?
Si bien no es posible dar un perfil exacto, los especialistas acuerdan en que están más expuestos al peligro los jóvenes con alto grado de impulsividad, baja tolerancia a las frustraciones, falta de atención, hiperactividad y vida social fuerte con su grupo de pares pero limitada con su familia y el resto del entorno.
Para que se instale el problema, tienen que confluir varios factores: un momento de vulnerabilidad, la dificultad del grupo familiar para proveer el suficiente sostén durante ese momento, la presión del grupo de pares y la oferta de sustancias.
El período más crítico va de los 13 a los 16 años, que es cuando la mayoría de los chicos se inicia en el hábito de consumir cigarrillos. Entre esas edades uno de cada tres chicos fuma, y siete de cada diez toma alcohol.
Las razones del acercamiento a la droga son múltiples: algunos se acercan por curiosidad, otros para no quedar excluidos del grupo, algunos más para buscar un paliativo que alivie esa etapa conflictiva y transformadora que es la adolescencia.
Lo cierto es que cada vez hay más jóvenes en contacto con la droga y son muchos padres que, entre el miedo, el ocultamiento y la culpa, no consiguen encontrar el camino adecuado para acercarse al problema.
Más allá de cargar contra el medio, los amigos o las malas compañías, sirve preguntarse qué encuentra un adolescente en la droga, para tratar de suplantar ese supuesto beneficio por otos recursos.
La droga aparece como una falsa dadora de identidad, de pertenencia a un grupo. Pero para que la droga se instale, a ese chico le han faltado elementos de transición positivos para poder atravesar esa crisis.
Uno de los principales problemas es que se ha ampliado el límite de tolerancia social hacia el alcohol y las drogas. Pasamos de un modelo de familia muy normativa a padres demasiado “nutritivos”. Y los chicos necesitan padres. La familia es el simulador de vuelo para la sociedad, y la vida tiene sinsabores, límites y frustraciones. Si un adolescente no los conoció en su casa, los buscará directamente en los profesores, los jefes o la policía.
La lógica de la droga es la lógica del ocultamiento, puesto que, como hemos visto, en muchas ocasiones la adicción se usa para tapar una zona vulnerable del individuo. Y no es efectivo caer en esa misma lógica del ocultamiento. No hay que quedarse aislados en la situación, sino apelar a la sinceridad emocional en relación al comportamiento del otro, romper el muro tras el que se parapetan los adictos a través de que perciba algo emocional en los padres o en aquellas personas de su entorno cercano.
Hablar de las drogas sirve pero no es lo único. Muchos adictos eran chicos que justamente tenían muy conversado el tema con sus padres. Es necesario hablar, además, de patrones de violencia, de sexualidad, de exclusión de los grupos: hablar en la familia sobre los conflictos sociales, y fortalecer los proyectos de vida de los adolescentes.
Tampoco hay que tener miedo a conversar sobre los casos resonantes de figuras mediáticas que padecen o padecieron trastornos adictivos. Resultaría una ingenuidad creer que buena parte de la responsabilidad en la promoción del problema de la drogadicción en los jóvenes se instala a partir de la evidencia de la debilidad de estos ídolos.
El problema no está en los jóvenes sino en los adultos que toleran y avalan conductas autodestructivas; en la idolatrización por la que sostienen al ídolo en sus transgresiones, sin importar cuáles son sus verdaderas necesidades, aún cuando lo que se requiere es un tratamiento para superar un problema. Se trata de una cultura tolerante mientras los ídolos hacen goles, salen en cámara o sostienen una parte de la identidad nacional, y que después se lamenta y pone altares cuando llegan la sobredosis o la muerte.
Hay que decir que no, tener la identidad adulta -sea paterna o docente- clara. El desafío es transformar una cultura que tolera la idealización de la transgresión y autodestrucción por otra que ponga límites efectivos.
Cambiemos de foco. Miremos ahora otro de los aspectos de la vida adolescente en el que se han manifestado grandes cambios. En las últimas décadas un concepto nuevo, género, permite hacer una interpretación mucho más rica de los comportamientos de los sexos. La biología ya no define por sí misma el destino: los roles sociales y las conductas dejan su marca en la sexualidad de cada uno.
Diana Mafia[52] hace un relato de la evolución histórica del concepto: “Básicamente, se afirma que el género tiene que ver con los aspectos culturales con los cuales se interpreta la sexualidad. En realidad, el término género comenzó a ser empleado por la sexología en la observación clínica de casos en los que el sexo físico no se correspondía con lo que iba a ser el destino y el reconocimiento posterior de un sujeto. El feminismo toma este concepto en los años 70 para producir una crítica a los estereotipos, en lo que respecta a establecer jerarquías entre los sexos y asignar roles sociales en forma fija. El sexólogo John Money, en los años 50, introdujo el concepto de género para señalar la influencia de la cultura en la identidad sexual.”
Según estas argumentaciones, el modo dicotómico de pensar la identidad sexual es cultural. Efectivamente, la identidad sexual está atravesada por las expectativas sociales sobre el comportamiento admitido y deseable para cada sexo, por el modo en que cada cultura reconoce en el otro o la otra los signos de lo masculino y lo femenino, como la vestimenta, el pelo, la actitud corporal, ciertos adornos, los objetos amorosos y conductas permitidas. Así, si bien la identidad sexual depende de aspectos subjetivos, lo hace también de otros, relacionales y sociales. Y por supuesto, parte del imperativo cultural es su alineamiento con la anatomía, la genitalidad.
Pero esa genitalidad, se sostiene como la base natural sobre la cual se funda la dicotomía, en realidad es disciplinada cuando aparecen casos de ambigüedad o hermafroditismo, a través de la vía quirúrgica u hormonalmente. Es decir que la ideología dicotómica produce un mandato sobre la anatomía para que no la desmienta, porque si lo hace, la naturaleza es corregida.
Se sostiene un alineamiento entre el sexo cromosómico, el sexo anatómico, la identidad sexual y el rol sexual, como si fuera la última compuerta que separa civilización de barbarie.
Con su preocupación más centrada en la conducta sexual efectiva de los adolescentes, el ISCS[53] realizó serie de encuestas entre estudiantes secundarios del escuelas de Capital y Gran Buenos Aires. En el año 2001, el 44% de los estudiantes que contestó ya había debutado sexualmente; en el 2003 esta proporción casi tocaba el 47%.
El doctor Claudio Santa María, rector del Instituto, recorre desde hace años las escuelas de Capital y el conurbano para dar charlas sobre prevención de VIH, anticonceptivos y sexualidad. En este tiempo vio cambiar muchas cosas: “a fines de los 90 había una o dos alumnas embarazadas por colegio, a quienes por ahí las hacían abandonar los estudios o la familia las sacaba por vergüenza. Ahora hay escuelas que tienen entre el 5 y el 10% de sus alumnos embarazados. Son tantos que la Secretaría de Educación porteña creó la figura de “alumno papá” y “alumna mamá”, y se les da licencia a ambos para el nacimiento de su hijo.”[54]
Todas las investigaciones al respecto confirman no sólo la caída en la edad de iniciación sexual, sino el incremento de embarazos adolescentes. Los últimos datos nacionales procesados por el Ministerio de Salud dicen que durante el año 2000 nacieron en todo el país 96.689 bebés de madres de entre 15 y 19 años, el 30% de los cuales ocurrió en suelo bonaerense. Y esto a pesar de que son muchos los embarazos que terminan en abortos, que es la principal causa de insuficiencia renal y muerte en la adolescencia.
La temprana actividad sexual de los adolescentes anticipa también los riesgos de contraer sida y otras enfermedades: aunque el 70% de los consultados por el ISCS sabe cómo se transmite el sida, sólo el 30% usa preservativos en todos sus encuentros sexuales.
Según datos del Informe para el Proyecto sobre Actividades de apoyo a la prevención y el control del VIH/sida en Argentina, que dirige Ana Lía Kornblit:
· Sólo el 42% de la población usó preservativo en su primera relación sexual.
· El uso de preservativo en las relaciones ocasionales es bastante alto (75%) pero el 40% de los que afirmaron usarlo en la última relación sexual no siempre lo usa en este tipo de relaciones.
· El 67% de la población tiene algún grado de exposición a la transmisión del VIH por vía sexual y un 8% un grado de exposición alto.
· En general los hombres tienen un grado de exposición al VIH por vía sexual mayor que las mujeres, en especial los que tienen entre 20 y 24 años y son de nivel socioeconómico bajo y tienen un nivel de instrucción bajo.
Muchos especialistas consideran que hoy es mala palabra hablar de grupos de riesgo. La insistencia en esta idea es lo que ha llevado a muchos a creer que no están expuestos. Y una vez que se construye la creencia sobre la enfermedad alrededor de esta idea, ya resulta muy difícil que la gente pueda desarticularla y referirla a otras personas, y sobre todo a sí mismas.
La buena noticia es que entre los jóvenes, el uso del preservativo es mucho más aceptado que entre los adultos, puesto que se iniciaron en la sexualidad en la era del sida. En la subcultura juvenil el problema es otro: una vez que la pareja se estabiliza, se pasa a otros anticonceptivos que quedan a cargo exclusivo de la mujer.
Asimismo, a las chicas jóvenes les resulta más fácil exigir relaciones sexuales seguras que a las mujeres mayores. En la medida en que ya no se plantean tanto la dependencia de la pareja como eje de su vida, y tienen proyectos propios, crece su disposición a exigir relaciones sexuales más seguras.
Desde abril de 2003 comenzó un financiamiento –por parte del Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria- de un proyecto que la Argentina ganó en un concurso internacional. Entre otros ejes de este proyecto, conformado por una serie de subproyectos preventivos en su mayoría gestados por la sociedad civil, está el objetivo de incluir la temática del VIH/sida de un modo sistemático en el ámbito educativo y en los programas de pobreza de Desarrollo Social.
En temáticas como VIH/ sida o el consumo de drogas, no basta con brindar información, que sólo es un primer paso necesario. No alcanza con lograr que la población esté más informada, dado que hay un gran salto entre el saber y las conductas. Lo que realmente podría llevar a la modificación de las conductas es que la información no llegue sólo por vía cognitiva sino que sea internalizada. Esto implica que pueda trabajarse con aspectos que tienen que ver con lo afectivo, con las emociones, para que lleve a la posibilidad de modificar actitudes y conductas. Para ello hay que desarrollar actividades preventivas cara a cara, en grupos pequeños, en donde la gente tenga la posibilidad de confrontar sus mitos, creencias y actitudes con los de las demás personas. Y a partir de esa confrontación se llegue entonces a construir otro tipo de conductas.
¿Cómo trabajar para modificar este panorama? Podemos hablar de dos tipos de intervenciones sociales.
Unas operan en la zona de exclusión, de marginalidad, de desafiliación. Puesto que el problema no es únicamente una cuestión de recursos, ni incluso tampoco de desigualdades, el reto es más bien la calidad del vínculo social y el riesgo de ruptura. Las intervenciones en este espacio social afectan esencialmente a aquellos para quienes la integración por el trabajo se ha roto y cuyos soportes familiares y relacionales son gravemente deficientes. Son por lo general intervenciones que parten del deber de solidaridad que exige poner todos los medios para reinsertar a estas poblaciones, y en consecuencia aunque tienden a integrar lo hacen en una posición de subordinación. La inserción deja así de ser una etapa para convertirse en el estado de alguien que no tiene un lugar en la sociedad. Este sería el destino de muchos individuos que desde su juventud entran en los circuitos de inserción. Se trataría de individuos y de grupos que ya no encuentran un espacio en función de una organización racional de la sociedad postindustrial.
Dentro de este grupo de intervenciones se encuentran las prácticas conocidas como clientelismo político.
Las ciencias sociales se han ocupado y se ocupan a menudo del clientelismo. Hace más de tres décadas, los textos ahora clásicos sobre clientelismo político afirmaban que las relaciones entre patrones y clientes debían ser tomadas en serio y no podían ser desmerecidas como meros remanentes de viejas y obsoletas estructuras.
El clientelismo, que ha sido a menudo considerado un fenómeno premoderno, constituye, por el contrario, una forma de satisfacer necesidades básicas entre los pobres (tanto urbanos como rurales), mediante las llamadas relaciones clientelares (entendidas como el interambio personalizado entre masas y elites de favores, bienes y servicios por apoyo político y votos). En consecuencia, debe ser analizado como un tipo de lazo social que puede ser dominante en algunas circunstancias y marginal en otras.
Citado por Auyero[55], el politólogo argentino Guillermo O’Donnell ha asegurado que el clientelismo político continúa siendo una institución informal, a pesar de estar bastante extendida en las nuevas democracias. Sostiene que “la mayoría de los estudiosos de la democratización acuerdan en que muchas de las nuevas poliarquías están, a lo sumo, pobremente institucionalizadas. Pocas parecen haber institucionalizado algo más que elecciones, al menos en términos de lo que uno podría esperar si mira a las poliarquías más viejas. Pero las apariencias suelen ser engañosas, ya que pueden existir otras instituciones, si bien no las que muchos de nosotros preferiríamos o reconoceríamos fácilmente”.
Una de estas instituciones difíciles de reconocer es el clientelismo. Tal y como lo preveían los estudios clásicos del tema, éste perdura como una institución extremadamente influyente, informal, y la más de las veces oculta, no destinada ni a desaparecer ni a permanecer en los márgenes de la sociedad, sea con la consolidación de regímenes democráticos, sea con el desarrollo económico.
El término clientelismo ha sido usado para explicar no sólo las limitaciones de nuestra democracia, sino también las razones por las cuales los pobres seguirían a líderes autoritarios, conservadores y/o populistas. Especialistas en política latinoamericana y estudiosos de los procesos políticos en Argentina están familiarizados con las imágenes estereotipadas del “electorado clientelar cautivo” producidas sobre todo por los medios de comunicación. Estereotipo que oculta el funcionamiento del clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. El tan extendido entendimiento de esta relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y el sentido común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo antes que de la investigación social.
En general, quienes obtienen un trabajo o algún favor especial por medio de la decisiva intervención del puntero no admiten que les fue requerido algo a cambio de lo que recibieron. Sin embargo, es posible detectar una asociación más sutil.
Específicamente, a lo que el cliente se siente compelido, es a asistir a un acto, aunque no lo entiende como una obligación recíproca que se realiza a cambio del trabajo obtenido o del favor realizado. Más bien, van a explicar su asistencia en términos de colaboración o gratitud. La gente que recibe cosas sabe que tiene que ir; es parte de un universo en el que los favores cotidianos implican alguna devolución como regla de juego, como algo que se da por descontado, como un mandato que existe en estado práctico.
En la medida en que las relaciones entre los que padecen los problemas y los que resuelven esos problemas son relaciones prácticas que se cultivan de manera rutinaria, la asistencia a los actos es parte de lo que todos sabemos que hay que hacer.
Claro que el acto no es sólo esto. Es también visto como participación espontánea, como la oportunidad para evadir lo opresivo y cansador de la vida cotidiana en la villa o el barrio. Y es que no debería ser subestimado el entretenimiento que da un acto en un contexto de violencia, en un ambiente sofocante y opresivo, donde lo común es no tener las distracciones habituales del tiempo libre. La privación material extrema en la que la vida cotidiana se sucede, puede ayudar a entender el sentido increíblemente significativo de un viaje gratis al centro de la ciudad, no sólo en términos materiales sino simbólicos. Este carácter distractivo del acto no puede ser obviado cuando tomamos en consideración el punto de vista de los participantes.
Sin embargo, la atracción positiva de la mediación política no está limitada al día del acto. Aquellos que han obtenido un trabajo municipal mediante la decisiva influencia de su referente creen que la asistencia a los actos es, si bien un elemento importante, apenas un momento en el largo proceso por el cual demuestran su fe en el mediador. De esta manera, exhiben su lealtad, su disponibilidad, y su responsabilidad. Características que creen que los hace merecedores de un puesto municipal o un subsidio. En este sentido, la asistencia a los actos provee información sobre las responsabilidades que se tienen hacia un mediador, con lo que el acto partidario puede ser analizado como un ritual en el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los mediadores. El acto, por lo tanto, no es un evento extraordinario, sino parte de la resolución rutinaria de problemas. No es algo que viene a agregarse a la forma de resolver un problema, obtener un Plan Jefas y Jefes, una medicina, un paquete de comida, o un puesto público, sino que es un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas.
En cada favor, lo que se comunica y entiende es un rechazo a la idea de intercambio. Tanto los clientes como los punteros hablan de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo conjunto, de una gran familia. Los patrones y sus punteros presentan su práctica política como una relación especial que ellos tienen con los pobres, como una relación de deuda y obligación, en términos de un especial cuidado que les tienen, del “amor que (por ellos) sienten”. La verdad del clientelismo es así colectivamente reprimida, tanto por los mediadores con su énfasis en el “servicio a los pobres”, el “amor a los humildes”, la “pasión por su trabajo”, como por los clientes con sus evaluaciones sobre la “amistad”, la “colaboración”, y la “gratitud”.
Esto implica que las prácticas clientelares no sólo tienen una doble vida, en la circulación objetiva de recursos y apoyos, y en la experiencia subjetiva de los actores. También tienen una doble verdad, que está presente en la realidad misma de esta práctica política como una contradicción entre la verdad subjetiva y la realidad objetiva. Y esta contradicción no aparece como tal en la experiencia de los sujetos –clientes y punteros- porque se sostiene en un autoengaño, una negación colectiva que se inscribe en la circulación de favores y votos y en las maneras de pensar la política que tienen clientes y punteros. Para decirlo en otras palabras, entre clientes y punteros se genera una verdad sobre la política que excluye a la posibilidad de obrar y pensar de otro modo, que excluye, que no escucha, que ignora, todas las críticas al carácter injusto, manipulador, coercitivo de esas prácticas.
En la medida en que la resolución de problemas (intercambios materiales y simbólicos, en la que una cosa es dada, un favor otorgado, un mensaje comunicado) se inclina a legitimar un estado de las cosas de hecho–un balance de poder desigual- podemos describir esas soluciones como máquinas ideológicas. El acto de dar, las acciones sacrificadas y preocupadas de los mediadores, transforman (o intentan transformar) una relación social contingente (la ayuda a alguien que la necesita) en una relación reconocida (acreditada como duradera): resolvemos un problema y, al mismo tiempo, reconocemos a tan o cual puntero como nuestro resolvedor de problemas. Este reconocimiento está en la base de la resolución de problemas mediante la intermediación política. Dentro de un ambiente ideológico de cooperación, compañerismo y solidaridad, se construyen lazos que congelan un determinado balance de fuerzas: cuanto más íntima es la relación, cuanto más se comparte la ideología de “cuidado por los pobres”, de “ayuda social” propuesta por los referentes, más completa será entonces la negación de la asimetría que une al dirigente con el “cliente”. Dar, hacer un favor, termina siendo así una manera de poseer.
La idea de que hay un “tiempo de política”, a pesar de que también es un fuerte sentimiento entre mucha gente de la villa y los barrios humildes, está más asociada a los sectores medios. Se trata de la creencia en que hay un “tiempo de elecciones” en el que las demandas pueden ser rápidamente satisfechas y los bienes prontamente obtenidos porque los políticos quieren conseguir votos. Esta creencia es consecuencia de que la política partidaria es percibida como una actividad extremadamente alejada de las preocupaciones cotidianas del agente, una actividad “sucia”, que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas incumplidas.
Se trata en realidad más que de un tiempo, de la ruptura del orden temporal, de algo que rompe con la rutina de la vida cotidiana: la política vista como una actividad discontinua, como un universo con sus propias reglas y que puede servir para mejorar la propia posición sin tomar en cuenta el bien común. Pero la percepción más extendida en los barrios más humildes es que, así como se percibe la permanente accesibilidad a los punteros, gran parte de la gente no cree que la ayuda que viene de los políticos aumente en períodos de elecciones: la asistencia es un asunto cotidiano y personalizado.
Sin duda, la visión que los clientes tienen de los intercambios y de los punteros fortalece la posición de estos últimos. Pero no debemos olvidar que esta visión es el producto de una relación cercana, cotidiana, fuerte, entre el “resolvedor” y el “detentador” de problemas, una relación que debe ser constantemente sostenida y practicada con gestos y con distribución concreta de objetos.
Pero, como la capacidad distributiva del puntero es limitada, ya que puede asistir sólo a una cantidad restringida de gente; y puesto que además esa capacidad depende de las buenas o malas relaciones que el puntero establezca con sus patrones, está claro que el clientelismo por sí sólo no puede garantizar resultados electorales. Sin embargo las relaciones clientelares son sumamente importantes para la política local, dado que los seguidores de los punteros son cruciales durante las elecciones internas no sólo en tanto votantes, sino también como militantes y fiscales, y porque mantienen la organización partidaria activa durante todo el año y no sólo en épocas electorales. Los clientes, en definitiva, son los actores centrales en la fortaleza organizativa y la penetración territorial.
En un país con un Estado que ha sido quebrado y con los niveles de pobreza y desigualdad existentes, no son muchos otros los medios de los que los excluidos disponen para asegurarse la subsistencia. El carácter cotidiano y duradero del clientelismo no hay que buscarlo en una supuesta cultura de la pobreza ni en los valores morales de los pobres. Antes que eso, la persistencia del clientelismo debe examinarse en un contexto de privaciones materiales extremas, de destituciones simbólicas generalizadas y de un funcionamiento estatal particularista y personalizado.
Fue la extensión de los derechos sociales al conjunto de la ciudadanía, derechos a los cuales se accede por el hecho de ser ciudadano y no por integrar una red partidaria, lo que en otro momento histórico hirió al clientelismo. La lucha contra el “intercambio de favores por votos” no debe ser una cruzada moral contra los clientes ni contra los punteros, sino una lucha por la construcción de un auténtico Estado de Bienestar.
Existe, por tanto, otra modalidad de intervenciones sociales, ya no desde la zona de exclusión, sino remontando la corriente hasta la zona de vulnerabilidad, en la zona de la precarización del trabajo y la fragilización de los pilares de la sociabilidad (el marco de vida, la vivienda, la economía de las relaciones de vecindad, las políticas de empleo).
Estas políticas ponen el acento en la formación. Se trata de mejorar las capacidades de la gente que se caracteriza por su baja cualificación y que por esto se encuentra en situación de inempleable. Este objetivo es muy limitado cuando al mismo tiempo la lista de las cualificaciones se eleva incesantemente en función de criterios incontrolados o discutibles, como cuando las empresas contratan a candidatos supercalificados o cuando la formación permanente funciona como una selección permanente que crea inempleables al mismo tiempo que mantiene a algunos en el empleo, o cuando la búsqueda de una flexibilidad extrema desestabiliza completamente la política de personal de una empresa. Si formación y empleo forman efectivamente una pareja, su articulación no puede ser eficaz poniendo únicamente el acento en la formación.
En consecuencia, el tratamiento social de la exclusión no puede ser únicamente el tratamiento de los excluidos. Dado que las dinámicas de exclusión están actuando antes de que se llegue a la exclusión, difícilmente se la podrá eliminar si se persiste en contemplarla bajo el exclusivo prisma de las preocupaciones relativas a la lucha contra las desigualdades, es decir la lucha por la justicia social, la igualdad de oportunidades, etc. El despliegue de políticas de inserción únicamente podría servir de pobre coartada al abandono de las verdaderas políticas de integración.
UNA MIRADA SOBRE EL ADOLESCENTE
EN LA ESCUELA
Cuando pensamos en la escuela como en una comunidad, lo primero que salta a la vista es que se trata de una comunidad plural, así como lo es la sociedad.
La pluralidad es un hecho. Implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan, así como los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.
Estos elementos son los que determinan la existencia de grupos, que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna con un mayor o menor sentido de pertenencia, y una diferenciación respecto de otros grupos. La resolución de la dinámica de estos dos polos, pertenencia-diferenciación, es lo que se juega en la posibilidad de convivencia.
No todos estos subgrupos se posicionan de igual manera en el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, por el acceso a ciertos medios vinculados con la producción, la transmisión y la comunicación- se encuentra en una posición de poder que lo convierte en el grupo dominante, aquel capaz de impregnar con su estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con lo que corresponde) y es desde dónde, por confrontación, se define lo que se entiende por lo diferente. Cada uno de los otros subgrupos se posicionará en el grupo total en función de su mayor o menor afinidad con el subgrupo de referencia, adquiriendo una caracterización de mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.
Lo más común es que desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único rasgo de identidad fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los discapacitados, los gordos, los extranjeros, los adolescentes, los villeros, los caretas... como si ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de definición implica una doble reducción:
· En primer lugar, se asume lo diferente como marca de identidad, exclusiva de ese subgrupo y excluyente de cualquier otra.
· En segundo lugar, se entiende lo diferente como déficit.
Los otros, los diferentes, pasan entonces a tener una identidad negativa: no se les reconocen sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad y lo deseable, marcada por el grupo dominante. Se los estigmatiza como la negación de lo que debe ser. Y, por supuesto, los diferentes siempre son los otros.
En la escuela suele entenderse lo diferente sólo como lo visiblemente diferente: la posición social, el color de la piel, los modos particulares del lenguaje... Se habla entonces de sujetos con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a ser lo que su origen les marca. Se piensa en la diversidad como grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en su interior.
Ahora bien, resulta que esta pluralidad la tenemos dentro de la escuela, y es evidente el requerimiento de una convivencia lo más armónica posible para que la tarea específica que nos convoca no quede obstaculizada. Surge entonces la necesidad de preguntarnos acerca de cuál es la conducta a adoptar ante los diferentes.
Una actitud posible podría ser la de tolerar la diferencia, tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que in-diferencia: la negación de lo diferente. Contentos con nuestra tolerancia, no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y creyendo construir una escuela democrática y respetuosa de todos, levantamos ghettos.
Otras veces, guiados por el ideal de una homogeneidad que no deja de ser ficticia, forzamos hasta límites insospechados la asimilación de todos los subgrupos a los modos dominantes, provocando en ellos diversas reacciones. Los que logran asimilarse, suelen hacerlo a costa de la pérdida de su identidad y sobreadaptándose al sistema. Otros, asumiendo un elevado costo, navegan entre dos aguas y logran escindirse entre quiénes son y cómo viven en la escuela, y quiénes son y cómo viven fuera de ella. No son pocos los que no pueden ni una cosa ni la otra: son los excluidos de la escuela, sean excluidos físicamente –los que nunca completarán su escolaridad- o excluidos simbólicos –los que obtendrán un mínimo o ningún beneficio de ella-. Este es el caso de muchos chicos desmotivados o francamente ausentes, cuyos únicos signos son la permanente abulia o la rebeldía violenta.
La actitud opuesta sería ignorar los lazos comunes, y desencadenar prácticas discriminatorias, dando diferentes oportunidades educativas a cada grupo escolar.
Mal que nos pese admitirlo, una postura aún muy difundida sigue siendo la de reprimir la diferencia, llevando a primer plano el sistema de sanciones y calificaciones como elemento homogeneizador.
El pluralismo se diferencia de todas estas posiciones en el hecho de que no sólo reconoce la existencia de estas diferencias, sino que además las acepta como valiosas. Significa aceptar y defender la posición de que la comunidad se enriquece con diferentes aportes, y que lo que la define y caracteriza como una comunidad original, única e irrepetible es justamente esa pluralidad de aportes que en ella se conjugan.
Esta postura nos plantea ciertas exigencias:
1. Valorar a cada individuo como persona, y no como una mera rueda en el engranaje social. Valorarlo en lo que es, tal como es.
2. Valorar lo que cada persona considera como propio, lo que significa valorar su identidad cultural.
3. La aceptación generalizada, por parte de todos, de que existen ciertos principios mínimos que son necesarios para permitir la coexistencia y la real pertenencia a una sociedad. Esto es, la necesidad de una normativa mínima que posibilite la convivencia. Si olvidamos esta tercera exigencia corremos el riesgo de quedar prendidos en una mística pluralista, que podría confundir pluralismo con relativismo moral.
El pluralismo es la única vía que crea una condición de posibilidad para la verdadera convivencia. Las otras actitudes son descalificatorias, exclusoras, y terminan llevando a la desafiliación social. Y ya sabemos, por dolorosa experiencia, que cuando una institución deja de acoger a la gente, deja de reconocerla como sujetos de derecho, se instaura la violencia. Una violencia de todos contra todos, donde no hay otro objeto a perseguir que la anulación del otro, vivido como amenaza para la propia integridad.
El pluralismo abre las puertas que permiten la afiliación social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esta pluralidad tengan un sentido de común-unión, de pertenencia en referencia a un proyecto en común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos.
Para ello es necesario que se abran espacios de diálogo sobre lo que en realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo y los valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.
Para comenzar este diálogo, para elaborar un proyecto pluralista, necesitamos respondernos previamente tres preguntas:
· La primera, respecto de las características positivas de tener un proyecto pluralista:
¿Vale la pena?
· La segunda, acerca de cuáles son los fundamentos de los límites que se fijen:
¿Qué consideraremos como negociable y qué como no negociable?
¿Con qué criterio estableceremos esta diferencia?
· La tercera, respecto de la singularidad de la pluralidad:
Vivir juntos, ¿quiénes?
De las respuestas que demos a estos interrogantes surgirán las reglas de procedimiento que nos permitirán encauzar la discusión.
Casi como una acotación al margen, no podemos dejar de destacar que la escuela tiene la función de crear interés por lo extraño. Es un error creer que la precondición de interés para que el aprendizaje sea posible es espontánea y está siempre disponible. Los docentes debemos dirigir la mirada hacia el otro en tanto otro, instalar el interés por lo extraño, sea otra cultura, otro pensamiento, otra posición, u otro lenguaje...
Las condiciones para una verdadera convivencia pluralista estarán dadas cuando tengamos una apertura tal que nos permita no sólo realizar una crítica sobre los valores de los otros, sino sobre los valores propios; cuando seamos capaces de incluirnos como parte de la diferencia.
Ahora bien, uno de los obstáculos más fuertes para la asunción de esta postura pluralista, radica en el hecho de que los docentes vamos construyendo ciertos modelos –a modo de representaciones mentales- de alumno, capaces de tener una fuerte de incidencia sobre la determinación de nuestras propias conductas y estilos educativos. Se trata de unos modelos de alumno que determinan nuestras prácticas de enseñanza, y su papel es tanto más disruptivo cuanto menos consciente.
Estos modelos se hallan especialmente influidos por la imagen que los docentes solemos tener sobre nosotros mismos como alumnos, idealizada por la natural selectividad de los recuerdos y por la influencia de los modelos apropiados durante las instancias de nuestra formación profesional. Ante la realidad concreta de los alumnos -más rica y compleja, siempre diferente a la estereotipada del modelo de caso único- se producen aquellas tres actitudes que opusimos a la pluralista.
Los casos de negación de las diferencias se suelen observar cuando la rigidez del modelo de alumnidad previo no permite la flexibilidad suficiente como para aceptar las diferencias que se manifiestan en los casos particulares de la realidad. Es el caso de los docentes que planifican sus intervenciones en atención a un alumno idealizado, inexistente, tanto en la consideración de sus posibilidades y capacidades como de sus intereses. Ante la inevitable irrupción de las diferencias con respecto a este alumno ideal, las mismas son significadas como una desviación, un accidente, algo a ser disciplinado, encauzado, normalizado. Estos docentes no suelen mostrarse receptivos ni a las características personales en general –ni a las del aprendizaje en particular- de sus alumnos, y por ello sus intervenciones en general no preven acciones de ayuda ajustada a sus características particulares ni en tanto personas ni en tanto aprendices. Por ello los fracasos en el logro de los objetivos de aprendizaje son interpretados o bien como falta de capacidad o bien como falta de esfuerzo por parte de sus alumnos.
Cuando lo que se produce es una negación de las similitudes, por lo general se trata de los casos en que la fuerza de la realidad se impone con tal rigor en su singularidad, que aquel modelo de alumnidad resulta insuficiente para comprenderla. La mirada se centra predominantemente en estas diferencias y se ignoran las similitudes que permiten encontrar ciertos rasgos comunes entre estos alumnos y el alumno idealizado, estableciéndose una distancia en la alteridad que imposibilita el acercamiento, así como una sensación creciente de impotencia, que tiende a fortalecer las decisiones en torno del orden, la vigilancia y el sostenimiento de la disciplina. Respecto de las posibilidades de aprender, también se tiende a absolutizar estas diferencias, de tal modo que aquellos que no alcanzan los objetivos de aprendizaje con la propuesta pedagógica común, son considerados prácticamente incapaces de alcanzarlos –o al menos con el mismo grado de apropiación-. La solución pedagógica más probada es la de cambiar los criterios de aprobación, antes que la de intentar diferentes estrategias para el logro de los mismos objetivos. Y su consecuencia, la diferenciación en las oportunidades de aprendizaje de estos alumnos.
Frente a la sensación de encontrarse ante un otro totalmente otro, algunos docentes encarnan una actitud de tolerancia de las diferencias, por la cual les reconocen el derecho a ser diferentes, a la par que cuestionan la legitimidad de toda intervención pedagógica sobre las posibilidades, capacidades o la actuación de estos alumnos. Lejos de tratarse de un verdadero reconocimiento de la singularidad y la originalidad de las personas –ya que es el otro a quien se reconoce como diferente en virtud de su distancia del patrón de comparación encarnado por uno mismo- más bien, se trata de un acuerdo implícito de admisión del derecho del otro a ser otro. Y en el cuestionamiento más explícito de la legitimidad de la intervención pedagógica, se esconde la más implícita creencia en la ineducabilidad de ciertas persones o sectores de la sociedad. Bajo el aparente establecimiento de un marco para la convivencia, las estrategias se orientan primordialmente a compartir pacíficamente el territorio áulico y escolar. Lo que en otros docentes despierta impotencia o disciplinamiento, en estos se transforma en abulia.
Sólo recién cuando nos encontramos dispuestos a tolerar la frustración (que por un lado es resultante de tener que hacer esfuerzos para sólo obtener satisfacción diferida, y por el otro es consecuencia de la incertidumbre por la falta de respuestas definitivas ante qué hacer) es cuando están dadas las condiciones para comenzar a utilizar estos modelos de interpretación de un modo más flexible, de forma que nos provean los marcos a partir de los cuales acercarnos a la realidad para comprenderla.
En este proceso, los docentes podemos comenzar a asumir modelos referenciales más heterogéneos, enriquecidos durante las instancias de formación inicial y de socialización profesional, y aplicarlos flexible y articuladamente para captar la singularidad de cada alumno en particular y del grupo de clase en general. Y así poder comenzar a identificarlos más fácilmente y progresivamente valernos de ellos de un modo crítico.
Para ello es necesario construir un tipo de la conducta estudiantil, del que valernos con fines heurísticos. Este tipo debe tener la particularidad de apelar exclusivamente a los medios considerados adecuados con referencia a los fines planteados en la tarea docente, y por lo tanto no se confunde con la propia imagen del alumno que se fue ni con otra construcción elaborada por generalizaciones a partir de la experiencia directa, sino que responde al modelo de alumno desde una visión racional. Por más alejada que parezca estar de la realidad, esta construcción no es en absoluto una imagen ideal, pues resulta del desarrollo lógico de la realidad implicado en el hecho de ser estudiante o de estar en la situación de serlo. Además de comprenderse mejor el sentido de las conductas reales al confrontarlas con la conducta típicamente racional, la explicitación completa de todo lo que encierra la realización racional en tanto aprendiz permite evaluar la distancia que separa a las conductas de las diferentes categorías de alumnos de la conducta racional y, más precisamente, relacionar sus conductas no con una norma arbitrariamente elegida sino con un modelo construido de lo que debería ser la conducta de alumnidad si estuviera perfectamente de acuerdo con lo que pretende ser en referencia con los fines que plantea por su propia existencia.
Este modelo racional, en cuya construcción deberían colaborar la formación inicial y la socialización profesional de los docentes a fin de proveer a la formación de su pericia profesional, parte del supuesto de que, por diferentes que sean y por mayores que puedan ser las desigualdades que los separan -tanto en sus condiciones de existencia como en sus posibilidades de éxito- los alumnos tienen al menos en común el realizar la identificación con algo que define la esencia histórica del ser alumno. Y el esfuerzo por comprender algunas de las actitudes profundas de los alumnos a partir de la forma genérica de su situación se justifica aun cuando no sea más que desigualmente cumplida, justamente en su fecundidad para advertir este desigual cumplimiento, que proveerá un invalorable marco de referencia para la intervención pedagógica.
Una de las advertencias más llamativas cuando uno se acerca a la comprensión de los alumnos a partir de estos modelos racionales de alumnidad, es el descubrimiento de que los modelos de comportamiento de los alumnos no se relacionan tanto con lo que son y con lo que hacen, sino sobre todo con lo que dicen que hacen y que son.
Especialmente los alumnos del Nivel Polimodal, parecen sentirse condenados por la condición transitoria y preparatoria en la que están ubicados, y se conciben a sí mismos como puro proyecto de ser inmersos en una situación social y económica que no les permitirá llegar a ser. Y si querer ser y querer elegirse es rechazar aquello que no se ha elegido, entre las necesidades rechazadas está en principio la vinculación con un medio social por el que se sienten previamente rechazados y del que se sienten anticipadamente excluidos.
Dado que la aspiración a elegirse no obliga a un comportamiento determinado sino sólo a un empleo simbólico del comportamiento destinado a mostrar que se ha elegido ese comportamiento, estos alumnos suelen actuar tal rechazo a la sociedad como un rechazo anticipado a las responsabilidades –de estudio y comportamiento- a que sienten que se los obliga a través de la escuela y que no guarda relación directa con aquello que en su imaginación comprende su propio proyecto elegido de ser y hacer.
En el trabajo de construcción de modelos de alumnidad por parte de los propios alumnos –a partir de las afirmaciones y negaciones entre las cuales se reparte el discurso que el alumno tiene sobre los alumnos en general y sobre sí mismo como alumno, y que retornan siempre a la pregunta que hace a su ser y su hacer- los docentes podemos encontrar un punto de partida interesante para la reformulación de nuestras estrategias de abordaje pedagógico y para la orientación personal.
Bourdieu y Passeron[56] afirman que “estudiar no es crear sino crearse, no es crear una cultura, menos aún crear una nueva cultura, es crearse en el mejor de los casos como un creador de cultura o, en la mayoría de los casos, como usuario o transmisor experto de una cultura creada por otros. Más generalmente, estudiar no es producir, sino producirse como alguien capaz de producir. La educación prepara a los estudiantes para hacer, haciendo lo que hay que hacer para hacerse.”
En este mismo sentido, podríamos decir que los docentes, en atención a esta característica tan fuertemente definitoria del ser alumno, deberíamos trabajar para nuestra propia desaparición, esto es, en pos de la autonomía de nuestros alumnos. Y la búsqueda de esta autonomía debería ser la imagen directriz que nos guíe en la búsqueda de las estrategias para operar sobre las distintas variables en juego en nuestra tarea educativa.
Sin embargo, algunos docentes siguen concentrándose obstinadamente en la actualidad de lo que el alumno es, y desconsideran toda otra mirada sobre él al planificar sus intervenciones. Si a esto se le suma la orientación de sus prácticas a la búsqueda de prestigio, nos encontraremos con que muchas veces los docentes parecen valerse de todos los recursos disponibles –incluso el carisma- para imposibilitar su propia negación en tanto maestros. El resultado es que, conjuntamente, lo que termina negándose es la posibilidad de autonomía en sus alumnos, la posibilidad de construcción de un proyecto, de llegar a ser.
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Torrado, Susana. La herencia del ajuste. Ediciones Capital Intelectual. 2004
Viviana Taylor
[1] El proceso de industrialización iniciado en Europa a fines del siglo XVIII produjo un impresionante pauperismo urbano, que, a los ojos de las clases dominantes, se definía tanto por sus carencias materiales como morales. En consecuencia nacieron instituciones filantrópicas, financiadas total o parcialmente por el Estado, con el objetivo de organizar los servicios colectivos y difundir las técnicas de bienestar y gestión social indispensables para la reproducción económica y social. Estas medidas estaban encaminadas a establecer un poder tutelar sobre los pobres que asegurara funciones de beneficencia sin intervención del Estado, para evitar que el socorro social se constituyera en una cuestión de derecho que pudiera atentar contra la propiedad privada.
[2] Contribución cotidiana por la capacidad de trabajo, pagada en el propio lugar de trabajo.
[3] Transferencias gestionadas por instituciones públicas, para el sostenimiento del trabajador en inactividad (por enfermada o vejez) y su reemplazo generacional (procreación y socialización de los niños)
[4] los tres componentes del costo de reproducción de la fuerza de trabajo son: el salario directo, el mantenimiento del trabajador en inactividad, y su reemplazo generacional.
[5] El Coeficiente Gini es el indicador más utilizado para medir la desigualdad. Varía entre cero (igualdad perfecta) y uno (desigualdad total).
[6] Ciudad de Buenos Aires y Conurbano Bonaerense
[7] Diario Clarín, 18 de julio de 2004
[8] Ingreso indispensable para la reconstitución cotidiana de la capacidad de trabajo.
[9] Educación, asignaciones familiares.
[10] Servicios de salud, haberes jubilatorios.
[11] Aumento de los títulos exigidos para y disminución de los ingresos devengados por una misma posición.
[12] Entrevista concedida a la Revista Viva, edición 1º aniversario, julio de 2004.
[13] Citado por Filmus, Calidad de la Educación, en AA.VV. Los condicionantes de la calidad educativa. Ediciones Novedades Educativas. Buenos Aires. 1996
[14] Entre otras: Bertoni, Alicia (1984); Braslavsky, Cecilia (1986); Filmus, Daniel (1988)
[15] Alvin Toffler, “El cambio del poder”. Barclona, Plaza y Janés. 1990
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Rafael Echeverría, “Ontología del Lenguaje”. Santiago de Chile. Dolmen Ediciones. 1994.
CEPAL –UNESCO. “Educación y conocimiento: ejes de la transformación productiva con equidad”. 1992
[16] Se puede leer un resumen de sus conclusiones en: Abrile de Vollmer, María Inés, Nuevas demandas a la educación y a la institución escolar y la profesionalización de los docentes; en AA.VV. Los condicionantes de la calidad educativa. Ediciones Novedades Educativas. Buenos Aires. 1996
[17] La formación de los docentes comprende tres componentes: la formación inicial, por la cual obtienen la acreditación para el desempeño, a través del pasaje por los institutos de profesorado; la socialización profesional, que comprende la inserción laboral en los distintos contextos en que se realiza la práctica de la profesión; y la actualización y perfeccionamiento docente. Los tres conforman a la Formación Docente Continua.
[18] Preparación para la consecución de los estudios en el nivel siguiente de escolarización.
[19] Dicha falta de normalización lleva a la obtención de títulos semejantes a través de la acreditación de currículas diferentes, lo que dificulta el posterior reconocimiento de los mismos para la continuación de los estudios o la determinación de las incumbencias laborales.
[20] Forrester, Viviane, El Horror Económico. Fondo de Cultura Económica. 1.996. Sostiene el fin de la civilización del trabajo. Yo creo, más bien, que se trata del fin del trabajo tal como lo conocemos, pero no del trabajo en tanto tal, así como el paso del modo artesanal de producción a la manufactura no implicó desaparición del mismo, sino cambios sustanciales en los modos de producción, trabajo y empleo.
[21] Indiferente, el todo está bien, nada importa.
[22] Augé, Marc. Los Espacios del Futuro. Edición 50° Aniversario del Diario Clarín. 1.995.
[23] Touraine, Alain. Argentina en el Tercer Milenio. Ed. Planeta. 1.997
[24] Citado por Chartier, Roger en Del libro a la pantalla. Edición del 50° Aniversario del Diario Clarín. 1.995
[25] Gellner, Ernest. Posmodernismo, razón y religión. Ed. Paidós. 1.994
[26] Mendel, Gerard. Sociopsicoanálisis y Educación. UBA y Ed. Novedades Educativas, 1996
[27] El poder que tenemos sobre nuestros propios actos. Tiene un triple aspecto :
· el acto ejerce siempre un poder sobre el entorno del sujeto (se relaciona con las consecuencias de lo que hacemos, deseadas o no);
· el sujeto puede ejercer mayor o menor poder sobre su acto (lo que se vincula con la voluntad y la libertad, y por ello supone en el acto una dimensión ética);
· el mayor o menor poder incide directamente en la motivación del sujeto (lo que explica por qué la abulia es uno de los correlatos naturales de la represión sobre la libertad).
[28] Piaget, Jean. El criterio moral del niño. 1932
[29] La cooperación es análoga a la operación reversible del orden lógico-matemático.
[30] Selman, R. L. Taking another’s perspective. Child Development. 1971.
[31] Estas estrategias son muy útiles para el análisis de los conflictos en los que participan niños, y para ayudarlos a su resolución.
[32] Centro de Investigaciones Antropológicas, Filosóficas y Culturales, organismo asociado al CONICET.
[33] Difabio, H. La capacidad de juicio moral en el adolescente. Revista de Ciencias de la Educación y Formación Docente N° 1. Universidad Nacional de Cuyo. 1990
[34] Formación Doctrinal Universal: define el grado de conocimiento de las verdades de fe –dogmas- evidenciados por el sujeto. Estos dogmas se convierten en parámetros del juicio moral, cuya variabilidad se controla:
· Referencia a un orden moral objetivo, que implica apertura a los valores.
· Referencia implícita o explícita a un fin y el yo libre frente al mismo, lo que significa decisión y responsabilidad.
· Ponderación de las circunstancias.
· Proceso de deliberación y valoración de las situaciones.
[35] El orden objetivo hace referencia a una escala de valores. Toda escala de valores se estructura en torno de un principio ordenador, que remite a una jerarquía. Por ejemplo, según el Realismo, la Escala de Valores Absolutos comprende a los valores honestos (lo bueno) y deleitables (lo bello). No incluye a los valores de utilidad. Esta escala comprende cuatro grados principales:
· Valores infrahumanos: de la sensibilidad (como lo deleitable y el placer) y los vitales (como la salud)
· Valores humanos inframorales: los económicos y relacionados con la prosperidad, los noéticos (de la inteligencia), los estéticos, los sociales, de la voluntad.
· Valores morales
· Valor religioso.
[36] Mariano Narodowski, “Después de clase”. Ediciones Novedades Educativas. Buenos Aires. 1999
[37] Según datos del INDEC de mayo de 2003, sobre deserción escolar: en la escolaridad primaria 3 de cada 10 alumnos abandonan; en secundaria 6 de cada 10. El 30% de los que terminan el secundario ingresa al sistema universitario, y sólo el 10% de los que ingresan a la universidad termina la carrera.
[38] En nuestro país, a pesar de la consideración de que prácticamente gozamos de alfabetización plena, el analfabetismo alcanza, según los mismos datos del INDEC, al 10%
[39] la creencia de que es posible enseñar todo a todos, utopía que se encarnó en la escuela moderna.
[40] En los documentos de los organismos financieros internacionales comienza a generalizarse la idea de que no es posible asegurar los beneficios de la educación para todos estos niños y, a lo sumo, el Estado y los organismos no gubernamentales son los encargados de planificar políticas de compensación.
[41] El 78% no quiere saber nada con la política (Demoskopia); el 56% no tiene interés por la lectura, al punto que ni siquiera hojea el diario (Catterberg y asociados); 86% de los alumnos del secundario, dejaría el colegio si pudiera, y el 68% se aburre en las aulas (UBA).
[42] Siguiendo a Robert Castel, uso el término de vulnerabilidad para designar un enfriamiento del vínculo social que precede a su ruptura. En lo que concierne al trabajo significa la precariedad en el empleo, y en el orden de la sociabilidad, una fragilidad de los soportes proporcionados por la familia y por el entorno familiar, en tanto y en cuanto dispensan lo que se podría designar como una protección próxima.
[43] Castel, Robert. De la exclusión como estado a la vulnerabilidad como proceso. Archipiélago/21
[44] Fuente: Diario Clarín, 16 de noviembre de 2003
[45] Fuente: diario Clarín, 11/7/2004
[46] Fuente: diario Clarín, 11/7/2004
[47] Alabarces, Pablo. Crónicas del aguante. Ediciones Capital Intelectual. 2004
[48] No deja de resultar llamativo oirlas esgrimir las mismas ofensas que los varones, en un lenguaje claramente masculino, que hace referencia a la penetración como forma de dominación y humillación: “te rompo el culo”.
[49] Una tribu adolescente es un colectivo de adolescentes que asumen como marcas de identidad un lenguaje, una vestimenta, unas formas de arte, esto es, sobre todo una postura estética, que les permite identificarse como pertenecientes a la misma a la vez que los diferencia del resto.
[50] En entrevista al diario Clarín, domingo 25 de abril de 2004
[51] Publicada en el diario Clarín, domingo 25 de abril de 2004
[52] Docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y en la de Humanidades de la Universidad de Rosario. Codirectora de la investigación “Género y construcción de ciudadanía” (UBA) y directora de la de “Control, defensa y promoción de los derechos sexuales y reproductivos” de la Fundación Ford y la Defensoría del Pueblo
[53] Instituto Superior de Ciencias de la Salud
[54] Informe de investigación del diario Clarín, publicado el 20 de junio de 2004
[55] Auyero, Javier. Clientelismo político. Ediciones Capital Intelectual. 2004
[56] Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeron. Los herederos.Siglo XXI editores. Argentina. 2003